Esta es una película dura, feroz, acaso cruel. Su historia es mínima y está contada eliminando cualquier supuesto misterio sobre el final. En los planos iniciales, unos bomberos entran por la fuerza a un departamento sellado; hay mal olor; sobre la cama, una mujer muerta, rodeada primorosamente de flores marchitas. La transición hacia el pasado la cumple un largo plano fijo sobre el público de un concierto en el Teatro de los Campos Elíseos. De entre ese público sale un matrimonio octogenario que avanza al camarín a felicitar al pianista. Más tarde sabremos que ha sido un discípulo de la mujer.
El matrimonio vuelve a su departamento. En la mañana, Anne (Emmanuelle Riva) sufre una brusca y breve pérdida de conciencia frente a Georges (Jean-Louis Trintignant). Es una obstrucción a la carótida que ya no puede ser reparada. Anne pierde la movilidad del lado derecho. Lo que sigue es el acelerado deterioro de Anne, la fuga de todas sus capacidades motoras e intelectuales.
Es todo. No es una película de historia; es de cámara (en el doble sentido físico y musical). El punto de vista es el de Georges, con sus delicados y pacientes esfuerzos por aliviar el sufrimiento de Anne. Este hecho, junto con el ambiguo título elegido por el cineasta Michael Haneke, ha llevado a algunos críticos a interpretar la película como una historia de amor en el ocaso. Esto no es del todo erróneo, pero no hace justicia al ritmo sombrío con que galopa la película.
Haneke es un cineasta duro, lo que lo sitúa en la gran corriente del cine alemán. Todos los grandes cineastas alemanes han sido duros, desde Fritz Lang a Werner Herzog. Haneke se ha dedicado a trabajar en lo intolerable, un paso más allá o más acá de lo siniestro (das Uheimliche), filmando aquello que es tan difícil de presenciar que el ojo debe seguirlo con cierta resistencia: el martirio de una familia a manos de un par de delincuentes adolescentes, el asalto de una profesora sadomasoquista sobre un alumno, el asedio de un matrimonio mediante videos anónimos...
Amour es una de las raras películas de Haneke que deja de lado las explicaciones deterministas (que eran la peste de La cinta blanca) y se mete en algo que todos conocemos, pero que quisiéramos eludir: el avance de la muerte sobre la vejez. Si no fuese por la cruel e intolerable concentración de la película en ese proceso se podría creer que el subtexto es un debate sobre el suicidio o la eutanasia. Pero eso sería tan reductivo como creer que trata del amor.
Como ha hecho otras veces, Haneke agrega un elemento metafílmico: la presencia de Trintignant y Riva, dos de las figuras símbolo de la belleza y la juventud en la Europa de los 60. Un pequeño toque que confirma que el centro moral de la película es la crueldad.