Ayer recordamos con emoción a los chilenos y chilenas que murieron hace tres años en el terremoto del 27 de febrero. "Ningún hombre es una isla" -dijo el poeta John Donne-, y por eso "cuando suenan las campanas, las campanas suenan por ti". Ayer, las campanas y sirenas que sonaron en Dichato, Constitución y tantas otras ciudades de nuestro territorio herido, sonaron por todos nosotros.
Y no hay mejor homenaje a nuestros muertos que volver a levantar ciudades mejores que las que había antes, hacer una reconstrucción con épica, pero también con una poética propia. Porque el derecho a la belleza y armonía de nuestras ciudades debiera ser también un derecho inalienable, aunque muchos digan que, en urbanismo, la belleza sea imposible de medir y cuantificar.
¿Es la reconstrucción una tarea que se reduce a reparar infraestructura vial y portuaria, y cumplir con las metas de viviendas restituidas? Ese es el mínimo, y de algún mínimo hay que partir, pero durante décadas el Estado de Chile no parece haber estado, en creatividad, a la altura de la capacidad destructiva de nuestra naturaleza.
A veces las catástrofes abren posibilidades inmensas de reinvención, y lo que no mata a los países puede hacerlos más fuertes y mejores. ¿En qué ciudades queremos vivir, que honren la memoria de nuestros muertos? ¿Nos vamos a conformar, por ejemplo, con que los malls sean los únicos hitos significativos levantados ante nuestra desafiante geografía?
Al azote de una naturaleza impetuosa y destructora se ha sumado -como su gran aliada- la rendición de las autoridades edilicias y políticas a la implacable lógica del lucro inmobiliario. ¿Dónde está el amor por lo propio? ¿Qué dirían los que dieron sus vidas por levantar ciudades dignas?
Hoy las campanas suenan por Valparaíso. Esta ciudad única en el mundo, creación colectiva de inmigrantes y con una arquitectura espontánea y popular, ha sido arrasada en partes iguales por incendios y terremotos y por la falta de visión de sus autoridades. Son autoridades que piensan que cuidar el patrimonio se reduce a pintar con colores chillones algunas fachadas, verdadera afrenta a una arquitectura heredada de gran nivel, a la que se ha dejado agonizar en el tiempo. Son las mismas autoridades que no disimulan su entusiasmo con la construcción de edificios y malls desmedidos, de una arquitectura que envejecerá mal. No se trata de estar en contra de la existencia de los malls , pero ¿alguien se imaginaría uno al costado de la Catedral de Notre Dame o de Machu Picchu?
Permitir la construcción de un mall en el muelle Barón de una ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad como esta es un despropósito, una aberración de carácter irreversible que marcará a Valparaíso tanto o más que el espantable edificio del Congreso. Y esto, aunque -y eso está por verse- cumpliera con todos los requisitos "legales". Estamos llenos de horrores urbanísticos que no violaron ninguna ley o reglamento, pero cuyo impacto es brutal, como lo entienden todos los estados de países "desarrollados", a los que tanto nos interesa acercarnos. ¿O creemos que ser país desarrollado es serlo solo desde un punto de vista económico o financiero?
El que incluso el mismísimo director del Consejo de Monumentos Nacionales le dé piso legal al mall me parece revelador de un Estado que claudica de su tarea planificadora y se limita solo a hacer cumplir leyes, reglamentos y planes reguladores a todas luces permisivos. Un Estado esquizofrénico: reconstructor y destructor al mismo tiempo de lo propio. Un Estado que descuida su pasado y condena a los chilenos del futuro a vivir en ciudades que vendieron su alma. Si eso es lo que entendemos como Estado hoy, habría que decir con todas sus letras que esa sí es una gran catástrofe. ¿No es catastrófico acaso que el Estado deje sus ciudades en manos del azar, abandonadas a la lógica ciega del mercado, tan ciega como la de la naturaleza?