Tal como ocurrió en el período previo a la elección presidencial anterior, se oyen nuevamente los llamados a sustituir la actual Constitución por otra nacida de una
asamblea constituyente. Tanto desde algunos partidos políticos como desde sectores académicos se dieron razones variadas para justificar la pertinencia de semejante proyecto, el más socorrido de los cuales fue el de que la Constitución sufría de un vicio insanable: su ilegitimidad de origen. Quienes sostuvieron tal posición no tomaron en cuenta que la Constitución de 1980, no obstante haber sido elaborada y aprobada durante el gobierno militar, ha sufrido innumerables reformas, ya desde antes de concluir aquél. Ignoraron, asimismo, que continuó recibiendo otras modificaciones, la más extensa, compleja y discutible de las cuales se aprobó en 2005 -entre ellas el sistema para llenar las vacantes de diputados y senadores, que es claramente incompatible con un régimen democrático-, con lo cual es la Carta que más cambios ha experimentado desde el establecimiento de la República.
Algunos de estos cambios, dada su enorme gravitación institucional, aún se encuentran en proceso de consolidación, como es el caso de la profunda reforma y fortalecimiento del Tribunal Constitucional, y otros están en puesta en marcha, como la accidentada introducción del voto voluntario y los desafíos que ello ha planteado al Servicio Electoral.
Pero la insatisfacción institucional es un rasgo de algunos sectores políticos y las razones para justificalas son variadas, desde la legitimidad de origen a la falta de acompasamiento del texto constitucional con los nuevos tiempos que se vivirían.
Perfeccionamientos técnicos
Sin duda, desde el punto de vista estrictamente técnico nuestra Carta Fundamental merecería variados ajustes. Es lo que ocurre, entre otras materias, con la fiscalización de los actos del gobierno encargada en forma exclusiva a la Cámara de Diputados (no obstante lo cual el Senado también se ha sentido inclinado a inmiscuirse en esa función), que, junto con pecar de ineficaz por estar dirigida por criterios netamente partidistas, ha intentado extenderse a los actos de particulares. Además, ha sido en apariencia reforzada con la interpelación, institución que sólo tiene sentido en el régimen parlamentario y que, como no podía ser menos, ha demostrado su inutilidad. Tampoco puede ignorarse que existen aspectos fundamentales de nuestra organización política que deberían ser objeto de un análisis académico serio y de un informado debate público, como, por ejemplo, la vigencia de un presidencialismo extremo -tal vez el único "enclave autoritario" que se conserva indemne desde 1990-, que no sólo influye en la elaboración de las leyes, sino, y muy profundamente, en la administración regional, o la cabal adaptación del Poder Judicial a la estructura republicana y democrática. Por último, y tal vez lo más importante desde la perspectiva del ciudadano común, es el diseño de un mecanismo que garantice el cumplimiento estricto, expedito y sin resquicios burdos de la carta constitucional. Es notorio que muchas disposiciones constitucionales son hoy meras declaraciones, no obstante que su incumplimiento tiene sanciones específicas. Es lo que ocurre con la participación de parlamentarios en actividades ajenas a las que les son propias, o con la prohibición de la huelga a los funcionarios del Estado, de las municipalidades y a los pertenecientes a servicios de utilidad pública. Puede disentirse de estas restricciones, y hay razones atendibles para ello y para propugnar su modificación, pero es inadmisible que sean sistemáticamente sobrepasadas en favor de la posición de un partido político o para imponerle al Gobierno la adopción de determinadas medidas de alcance financiero.
El gran riego de una asamblea constituyente
Hay, pues, un campo amplio en torno a futuras reformas a nuestra Constitución. Pero la idea de que esto debe conducir a la elaboración de un nuevo texto que le reemplace totalmente y que, más aún, sea obra de una asamblea constituyente, despierta justificadas dudas. La primera apunta a que tal asamblea no está considerada en nuestro ordenamiento institucional, de manera que serían necesarios varios pasos previos, entre ellos conocer algún proyecto de nueva Carta Fundamental, como recientemente lo ha hecho notar el constitucionalista y ex ministro de Justicia Francisco Cumplido, para alcanzar semejante propósito. Y la segunda, tan importante como la anterior, nace de que las asambleas constituyentes han sido los mecanismos utilizados en América, a partir de la práctica venezolana, para instaurar, bajo formas aparentemente democráticas, regímenes autoritarios de sesgo izquierdista, capaces de perdurar en el tiempo y de obtener enormes poderes por la vía del plebiscito. En ese sentido, la forma propuesta -asamblea constituyente- no es casual: es el escenario ideal para los audaces y los movimientos minoritarios, pero resueltos a imponerse a las mayorías dispersas.
Finalmente, la idea de usar un mecanismo propio de las crisis institucionales en una democracia estable y en el umbral del desarrollo parece un despropósito o una frivolidad.