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Editorial
Martes 19 de febrero de 2013
Mapuches (III): una ley desvirtuada
Una herramienta concebida para impulsar el desarrollo de los indígenas ha concluido siendo una herramienta de temible eficacia en manos del extremismo...
A partir de 1990, los especialistas en asuntos indígenas que asesoraban al nuevo gobierno impulsaron variadas iniciativas destinadas a establecer una suerte de "nuevo trato" para los pueblos originarios. Una de ellas se tradujo en la Ley N° 19.253, de 1993, normativa que modificó radicalmente la perspectiva desde la que hasta entonces se había considerado el problema mapuche. Si expresamente la política indigenista del siglo XIX y de buena parte del XX había atendido a incorporar a los indígenas a la cultura occidental, aplicando mecanismos más o menos idóneos para lograr una adecuada protección de sus tierras, la nueva política tendió a proteger y desarrollar la cultura propia, no sólo de los mapuches, sino de otras etnias que, según se supone, aún subsisten en Chile. Como aparentemente la Ley N° 19.253 quedó corta en este punto, la N° 20.117, de 2006 consideró necesario agregar una etnia diaguita.
Se comprende esta facilidad para crear nuevas categorías raciales si se tiene presente que el énfasis para calificar a una persona como indígena no está puesto en la tierra, como ocurría en los anteriores cuerpos legales -que, con todo lo imperfecto que podía ser como criterio de diferenciación, tenía algún grado de objetividad-, sino en el mismo sujeto. En efecto, la actual ley considera indígena a quien sea hijo de padre o madre vinculados a tierras indígenas (y no sólo a las de comunidades o ex comunidades con títulos de merced), sino a los descendientes de algunas de las etnias legalmente reconocidas, siempre que tengan al menos un apellido indígena, y a quienes mantengan "rasgos culturales" de una etnia determinada, en cuyo caso se requiere que el individuo se autoidentifique como indígena.
A esta facilidad para ser reconocido como indígena -a la que ha contribuido con fuerza el generoso sistema de subsidios creado en su favor- se agregó otro elemento: la reconstitución de las comunidades indígenas, no ya ahora sobre la base de la tierra, sino de las personas. Reconoce la ley como comunidad indígena a la agrupación de individuos pertenecientes a una misma etnia y que provenga de un mismo tronco familiar; a la que reconozca una "jefatura tradicional"; a la que posea o haya poseído tierras indígenas en común, o a la que provenga de un "mismo poblado antiguo". Es obvio que semejante amplitud y tal subjetividad para formar comunidades indígenas -unidas a un expeditivo sistema que, tras cumplir ciertos pasos administrativos, concluye en el otorgamiento de la personalidad jurídica- fueron un aliciente para su constitución. Pero hay un estímulo mayor dado por la propia ley: las comunidades indígenas pueden recibir tierras a título gratuito del Estado. Y estas tierras, para cumplir el objetivo ideológico apenas encubierto de la Ley N° 19.253, además de gozar de la protección brindada por ella, no pueden ser enajenadas, embargadas, gravadas ni adquiridas por prescripción, salvo entre comunidades o personas indígenas de una misma etnia.
Estos estímulos, debidamente aprovechados de buena fe por numerosas agrupaciones indígenas, han sido utilizados por sectores radicalizados -y, como es bien sabido, no sólo formados por indígenas, sino también por chilenos no indígenas y por extranjeros- para introducir una eficaz cuña en el Estado de Derecho, alegando derechos ancestrales sobre las más variadas tierras y la negativa a darles debida satisfacción. Y lo que se inició con incendios forestales continuó con atentados incendiarios contra vehículos, casas, construcciones variadas, para seguir con atentados contra personas y asesinatos.
Así, una herramienta concebida para impulsar el desarrollo de los indígenas ha concluido siendo una herramienta de temible eficacia en manos del extremismo.