Se supone que todo asesino vuelve al lugar del crimen. Presumo que se trata de asesinos bien intelectuales, pues en el regresar hay algo que tiene que ver ya con una escucha de sí mismo, así sea la simple (¿simple?) obediencia a una pulsión. Pues bien, como buen asesino, he vuelto este mes de febrero a París. Se trata, en este caso, de un asesinato simbólico, claro: el del que alguna vez fui. Dicen que París es eterno, como Roma, como Estambul, como toda ciudad cargada de historia, tan diferentes a las nuestras en donde urbanistas y hombres de negocios se obstinan en renovar, en transformar, en borrar toda huella del pasado para demostrarnos que hemos alcanzado esa tierra prometida de los países sin memoria: la modernidad entendida como una especie de "decencia económica". Falso paraíso. O más bien, paraíso artificial del -ya viejo- "sueño americano".
París es ante todo un escenario: el del siglo XIX, o mejor dicho, el de la burguesía triunfante, cuya "iconografía" literaria estableció Balzac, para que sobre esa construcción Flaubert inventara la novela moderna y todas las vanguardias la destruyeran, o como se dice ahora, la deconstruyeran. De allí el mito: si Roma es la antigüedad clásica y Florencia el Renacimiento, París es la modernidad. De allí también que, Vargas Llosa dixit , todo escritor latinoamericano que se preciara de tal se sintiera obligado a hacer su vela de armas literaria en París. Ese mito está enterrado: hoy se puede ser escritor desde Iquique o desde Tijuana y a lo mejor se tiene más audiencia, no sé si más éxito ni mucho menos si se escribe mejor o peor, que desde cualquier capital europea. Pero cuando yo llegué a París, a mediados de los ochenta, el mito aún pervivía. Y además, en el caso de los chilenos, estaba eso otro que se conoce como "el exilio". Políticos, intelectuales e intelectuales que se han vuelto políticos, artistas, escritores, en ciernes o no, de alguna manera, "todo el mundo" pasaba o coincidía en las calles del Quartier Latin o de la Rive Droite.
Es curioso hasta qué punto en Chile se tiene una imagen deformada del exilio. Para algunos es un mito engendrado por la izquierda mundial, del que se aprovecharon los intelectuales con el fin de labrarse una posición intelectual, cuando no económica, o las dos cosas. Para otros, los que alguna vez fueron exiliados, forma parte de un pasado que, no es que se esconda, pero mientras menos se hable de él, mejor. En Chile, acaso por el mismo tipo de razones que nos hacen soñarnos como un país moderno y ad portas del desarrollo, el exilio no es un tema. O mejor: es un tema un tanto vergonzante, algo que se empuja debajo del sofá, como una mugrecita en el piso cuando llaman a la puerta los invitados. A ello han contribuido, como siempre, la izquierda y la derecha unidas -oh, Parra, Catulo de Chile-, la primera tratando por todos los medios de demostrarle a la segunda que, a pesar del exilio, nunca dejaron de estar -con el alma, no con el cuerpo- en Chile y la segunda inventando el mito degradado del exiliado aprovechador y el mito aún más infame del "retornado", o sea, alguien que no entiende lo que es el Chile de hoy, alguien que abandonó el terruño y que además, cuando volvía, por lo menos a fines de los ochenta, gozaba de una serie de prebendas. Es verdad que aprovechamiento y aprovechadores hubo, como en todas partes, como en toda circunstancia. Es incluso cierto que se ha dado el caso de escritores que han hecho fama y fortuna vendiendo una mitología que los europeos adoran "comprar": la del resistente Kalashnikov en mano, la del miembro del grupo de amigos personales de Allende, etcétera, etcétera. Pero eso no invalida el hecho -mayor- que la cultura chilena ha sido hecha, en buena medida, tanto dentro como fuera del país.
Digo cultura, pero lo mismo se podría decir de la política, la filosofía y hasta los negocios. La historia contemporánea de nuestro país reposa en el siguiente hecho: Chile ha sido dos. Y esto es algo que deberíamos comenzar a considerar más seriamente si queremos hacernos cargo de nuestra historia y de nuestro futuro.