La renuncia de Benedicto XVI recordó de inmediato la agonía de Juan Pablo II. La comparación es inevitable. Mientras Ratzinger se declara sin fuerzas para desempeñar su cargo, Wojtyla se mantuvo en él cuando ya no le quedaba ninguna. Wojtyla aferró la cruz del deterioro; Ratzinger prefirió abandonarla y descansar.
¿Quién actuó mejor?
La jerarquía eclesial formula respuestas inconsistentes.
Mientras Juan Pablo II agonizaba y los fieles rezaban en la Plaza de San Pedro (no se sabe exactamente para qué: si esperando que el Papa fuera inmortal o anhelando que la muerte le ahorrara el sufrimiento), la jerarquía salió a defender lo que a todas luces parecía insensato: mantener a un hombre agónico simulando que dirigía la Iglesia.
¿Qué se dijo entonces?
Se arguyó que Juan Pablo II, al agonizar por días en su calidad de Papa, estaba dando una lección al mundo. No todo en esta vida eran los días alegres de la juventud o el mediodía de la madurez; también estaban las sombras y el dolor del ocaso. Al sostener su cargo en la agonía y no renunciar, Juan Pablo II, se dijo entonces, formulaba una lección notable: el sufrimiento era parte de la vida, la buena nueva de Cristo era justamente esa. El dolor y el sufrimiento podían tener sentido y vivirse con dolor pero con dignidad. Era una lección notable, se dijo entonces, contra todos quienes argumentaban a favor de la eutanasia: ¿acaso el Papa Juan Pablo II no mostraba con su misma agonía que el dolor no debía evitarse ni siquiera a pretexto de la piedad? ¿No advertían los descreídos que al agonizar en público el Papa quería enseñar que el dolor debía aceptarse y era ineludible?
Incluso Benedicto XVI (apenas lo sucedió) se sumó a esta alabanza:
"Ha dado -dijo Ratzinger- dignidad y valor al sufrimiento, testimoniando que el hombre no vale por su eficiencia, por cómo aparece, sino que vale por sí mismo, porque ha sido creado y amado por Dios".
Pues bien.
Ahora ocurre que Benedicto XVI renuncia esgrimiendo como pretexto justamente la eficiencia que antes rechazó. Sus explicaciones equivalen a las que podría dar un gerente de retail , un rector de universidad o un senador. Está cansado, sus fuerzas ya no le permiten conducir la Iglesia. Así, entonces, el propio bien de la Iglesia le exige renunciar.
Por supuesto, los mismos católicos que alabaron a Juan Pablo II por dejarse agonizar a vista y paciencia de todos, y manteniendo hasta el final la calidad de Papa, ahora se apresuraron a alabar el abandono de Ratzinger.
Al renunciar -dicen ahora- Benedicto XVI da un ejemplo notable. Él muestra que el poder no le interesa, que lo que interesa más que ninguna otra cosa es el bien de la Iglesia. En vez de quedarse hasta el final arrastrando junto con su deterioro el deterioro de la Iglesia, prefiere hacerse a un lado. Qué ejemplo de humildad más notable, se agrega, ¡renunciar al papado y recluirse en un convento, solo, solitario, renunciando al mundo!
En un caso (Wojtyla) la lección evangélica consiste en ejercer el cargo hasta el final, arrastrando la decrepitud y el sufrimiento; en el otro (Ratzinger) la misma lección consiste en abandonar el cargo cuando las sombras de la vejez ya no se pueden disipar. En un caso es evangélico sacar fuerzas de flaqueza y mantenerse en el papado; en el otro, esgrimir la flaqueza para abandonarlo. En el primer caso aferrarse a la cruz sin abandonarla; en el otro descender de ella cuando las fuerzas amenazan con flaquear.
¿En qué quedamos? ¿No era necesario testimoniar hasta el final para darle dignidad al sufrimiento? ¿Acaso no había que eludir el deterioro sino, por el contrario, mostrar, desde los más altos cargos de la Iglesia, que incluso el deterioro tenía un sentido?
Hace pocos años era Wojtyla quien enseñaba el verdadero significado de la cruz (tolerar el sufrimiento a ultranza), ahora es Ratzinger quien lo hace (al abandonar su cargo por sentirse débil).
No hay duda. O Ratzinger miente o la inconsistencia es obvia.