¿Una Asamblea Constituyente para Chile? Pregunta absurda en un país que vive una plena estabilidad política, jurídica y económica, pero que no sorprende al considerar los fuertes cambios sociales y moral-culturales de sus instituciones.
Todos los sistemas constitucionales establecen mecanismos para su propia reforma. Si no operan por mucho tiempo, se hacen más difíciles de validar, pero si han funcionado con fluidez -en Chile, en 32 oportunidades-, lo lógico es que sigan siendo utilizados o que sean modificados dentro de sus propias reglas.
Por eso, si se quiere organizar una Asamblea Constituyente, todas las opciones utilizables son contrarias a la institucionalidad vigente.
¿Cuáles son? Que las cámaras así lo decidan; pero no fueron elegidas para eso. Que el Presidente de la República se lo pida a las cámaras; pero en ese mismo acto el Presidente -al denunciar la institucionalidad vigente- debería renunciar. Que el Presidente de la República disuelva las cámaras y convoque a una elección especial. Que una reunión de pueblo fuerce la organización de la Asamblea. Pero esto es justamente lo que desde 1823 nuestras Constituciones consideran delito de sedición o actos que producen nulidad de derecho público.
Y en caso de que se optara por una elección, ¿qué sistema se podría usar? Que la elección la realizase el propio Congreso y de entre sus miembros. ¿Podría encontrarse un método más oligárquico?
Que se practicase una elección popular sobre la base del sufragio universal; si así fuera, muchos grupos y partidos optarían por no presentar candidatos.
Que se contemplase un sufragio a través de los cuerpos intermedios, de los grupos de interés, del movimiento social o como se quiera llamar a esas organizaciones: un sufragio corporativo. Las dificultades prácticas y doctrinarias serían numerosas.
Que se expresase la voz de la calle movilizada: unas decenas de miles de personas se tomarían unos lugares, oirían a unos pocos oradores, aprobarían por aclamación unos nombres. Pero, ¿qué podría tener eso de democrático?
¿Y si, superados los problemas anteriores, más por la fuerza de los hechos que por la razón y el derecho, llegase a establecerse una Asamblea Constituyente? Existe otra serie de dificultades: el carácter abierto o cerrado de las reuniones; los mecanismos de toma de decisiones, dentro de los que cabría incluso la posibilidad de que las votaciones no quedasen concluidas en la Asamblea misma, sino que hubiese que acudir a las bases para obtener ratificación; los textos en discusión, ya que la Asamblea debería decidir si los encarga a una comisión de expertos, o sus propios miembros quedan autorizados para presentar proyectos, facilitando la competencia de los distintos grupos, facciones y sensibilidades, con el obvio resultado de un engendro producto de múltiples transacciones.
Y hay más problemas. Primero respecto del texto mismo: cabría la posibilidad de darlo por promulgado en la propia Asamblea, pero se podría optar también por un referéndum, con bajas posibilidades de éxito. Después, ¿qué sucedería con la Asamblea Constituyente? Lo más obvio sería su autodisolución y las consiguientes elecciones de nuevas autoridades. Pero sería perfectamente posible que fuesen justamente las fuerzas contrarias a la Asamblea las que triunfasen, invalidando toda la tarea constituyente. Por eso, seguramente la Asamblea Constituyente decidiría permanecer en funciones como garante de la nueva institucionalidad.
Entonces, ¿en qué podría diferenciarse la instalación de una Asamblea Constituyente y su funcionamiento de un auténtico golpe de Estado?
En nada.