El Gobierno presentó un proyecto para corregir las deficiencias en la acreditación de las universidades y "restablecer la legitimidad y la confianza en el sistema". La aplicación de herramientas de aseguramiento de la calidad es una práctica usual en el ámbito privado. Incluso hay múltiples mecanismos para acreditar el cumplimiento de normas sociales y medioambientales en las empresas. Sin embargo en el sector público esta tendencia ha avanzado muy lentamente y la discusión de la acreditación en la educación superior es una oportunidad para analizar la función de evaluación con una perspectiva más general.
Diversas encuestas reflejan que la confianza de la población en el sistema universitario, tanto de las instituciones tradicionales como las privadas, es más alta que la expresada respecto de las políticas del Gobierno. Un estudio del CERC, de agosto de 2011, muestra que la confianza en las universidades privadas (que es menor que en las instituciones tradicionales) alcanza a un 27% y en el Gobierno a un 23% (con un promedio general de 33% para las 15 instituciones analizadas). Un estudio realizado en enero de 2013 entre jóvenes de 18 a 34 años, concluye que un 40% confía en las universidades privadas mientras sólo un 34% lo hace en las políticas del Gobierno en educación.
Estos antecedentes ilustran el déficit que existe en los sistemas de aseguramiento de calidad y de medición de impacto en las acciones del propio Gobierno. Es un tema que lleva largo tiempo en la agenda de modernización del Estado, pero que se ha postergado una y otra vez. Fortalecer la función de evaluación en el sector público requiere la aplicación de herramientas similares a las que las mismas autoridades están promoviendo para la educación superior.
En ambos casos hay recursos públicos involucrados y es difícil que el usuario perciba la calidad efectiva de los servicios que recibe o de las políticas que buscan mejorar su situación. Esta información asimétrica hace que los mecanismos tradicionales para exigirla, como son la elección de una institución de educación superior o la votación en una elección política, sean imperfectos, por lo que las sociedades modernas los han complementado con sistemas orientados a asegurar calidad y eficiencia, fundamentalmente, los procesos de acreditación en un caso, o evaluación pública en el otro.
Las mismas deficiencias que el Gobierno ha detectado con elocuencia en las universidades, la población también las asocia con el funcionamiento de todo el sector público, por lo que ésta es una buena oportunidad para promover un fortalecimiento de la función de evaluación en la acción del Estado.
En un contexto donde la sociedad exige cada vez más demostrar que lo que se hace tiene el impacto deseado, la gestión de los recursos y la protección de la confianza pública deben incorporar la rendición de cuentas y la evaluación de los resultados. En el sector público se gestiona mucho y se evalúa poco, principalmente porque los mecanismos de rendición de cuentas, no sólo en el Ejecutivo, también en el Legislativo, son débiles.
En los casos en que se realiza alguna labor de evaluación, normalmente está desvinculada de los programas de mejora, por lo que el esfuerzo realizado termina en un conjunto de evidencia valiosa que luego se desaprovecha. En los países avanzados, los sistemas de rendición de cuentas, evaluación del impacto y mejora van de la mano.
Y para que la función de evaluación logre su objetivo en el proceso de ejecución de las políticas públicas, es necesario que cuente con un amplio respaldo político, lo que significa que ofrezca confianza a todos los sectores.
En síntesis, las mismas razones que el Gobierno está expresando para el perfeccionamiento a la ley sobre acreditación de las universidades, debiesen generar una iniciativa legal que exija que toda acción pública sea evaluada: la ejecución del gasto, las regulaciones; las inversiones; y las leyes. De este modo podemos asegurar que dicha acción está efectivamente logrando los resultados para los cuales fue diseñada.