Pocas cosas más refrescantes que una buena sidra, bien helada, con las burbujas precisas para que aumenten la sensación de frescor y, claro, la acidez chispeante que la caracteriza, junto a sus sabores frutales que, inevitablemente, a uno le recuerdan la manzana verde.
Pero claro que nuestra cultura de sidra es escasa o, más bien relegada a ciertas tradiciones del sur de Chile que, como muchas otras, se van perdiendo. Yo, al menos, recuerdo las sidras Antillanca, en la zona de Purranque, en la Región de Los Lagos, y algunas bastante buenas que le he probado a La Fortuna, en la zona de Curicó. Lo demás fuera de Chile: muchas botellas de sidra en el comienzo de la Patagonia argentina, en Río Negro. Y las clásicas sidras de Asturias, en el extremo septentrional de España; la España "verde", donde hay toda una cultura alrededor de este jugo de manzanas fermentado, con el señor sirviendo la sidra desde lo alto, a más de un metro del vaso: todo un espectáculo.
La sidra, tanto en Chile como en Francia o Asturias o en Inglaterra, tiene un propósito similar: refrescar, darle pelea a la cerveza en las tabernas, beberse en días soleados. Y aunque su elaboración es tan antigua como el vino, en el mundo de las bebidas -salvo contadas excepciones- su papel es apagar la sed. Y eso, claro, no tiene nada de malo, siempre que se haga bien, porque el problema con la sidras, al menos las que se amontonan en las botillerías de pueblo, es que les falta bastante para lograr esa pureza deliciosa, esos sorbos que no recuerdan a una manzana harinosa y machucada, sino que más bien a una crujiente y verde, recién caída del árbol.
Y en eso de subirle el nivel a la sidra, de hacerla parte de nuestro cotidiano y de ganar al menos un rinconcito en los corazones de los cerveceros inquietos (que cada vez hay más en Chile) es en lo que está el enólogo Diego Rivera.
Rivera estudió enología en la Universidad Católica, y aunque ha hecho vino y aún lo hace (trabaja en la viña Terranoble, pero también ha hecho vendimias en De Martino, San Pedro y hasta en Borgoña) hoy ocupa una parte de su tiempo en su pasión: la sidra de manzana.
Por la sidra, Rivera se fue a trabajar a Devon, en Inglaterra; y luego a Normandía, otra tierra de sidras. Pero antes, mientras estudiaba, hizo un pequeño descubrimiento. "En la universidad fui ayudante del profesor Juan Gastó en su ramo de ordenamiento territorial. Y descubrí que había muchas quintas de manzanas viejas, casi abandonadas, en el sur. Me interesó hacer mi tesis sobre un tema que uniera la enología (que había escogido como especialidad) y algo que pudiera darle una nueva vida a pequeños productores de esa zona", cuenta Rivera. Y así nació la idea de hacer sidra.
Pero tuvo que esperar a ganar más experiencia. Y ahí vinieron sus viajes a Francia e Inglaterra, trabajando con manzanas, para luego debutar con Quebrada de Chucao 2012, una sidra capaz de provocar más de alguna infidelidad hasta en el más fanático cervecero lager. Así de fresca.
"Igual hago vino y me gusta mucho, pero creo que la sidra tiene un gran potencial en Chile, más específicamente en el sur, en donde están los manzanos que uso y donde antiguamente se producía en los fundos de La Araucanía y la zona de Valdivia e incluso hasta Chiloé", dice Rivera.
Se trata de manzanos muy viejos, plantados sobre suelos fértiles que puedan soportar la demanda de nutrientes de esos árboles. El fruto, a diferencia de las manzanas destinadas a comerse en fresco, son mucho más ásperas, con más taninos, y también de acidez más acentuada, aunque -como explica Rivera- lo usual es que la sidra se haga con varios tipos de manzanas, como una suerte de blend, en donde hay manzanas que aportan acidez, otras cuerpo, otras dulzor.
En el proyecto Quebrada de Chucao, que Rivera creó con su tío Jorge Nahrwold y su primo Matías, todo es por el momento a escala muy artesanal. "Incluso las máquinas que usamos para procesar las manzanas están hechas a mano", asegura. El volumen se relaciona con esa talla artesanal: de esta primera cosecha de manzanas de Quebrada de Chucao 2012 apenas se hicieron unas tres mil botellas, lo que es una gota de jugo de manzana comparado con los treinta mil litros que espera producir en un par de años, cuando se haga más conocido y logre convencer a los consumidores de que su sidra vale tanto como un buen sauvignon blanc, a la hora del aperitivo.
Al aperitivo, pero también con pescados, arrollados, pulpa de cerdo o con lo que se les ocurra, porque una de las gracias es que tiene un muy buen cuerpo, apenas seis grados de alcohol y -gracias a la segunda fermentación en botella que es completa- no tiene azúcar residual y una burbuja fina y refrescante, lo que la hacen aún más bebible.
La sidra, a diferencia de la cerveza, tiene mucha menos espuma; por eso en Asturias aconsejan beberla de a poco, sin llenar la copa. Si quieren, además, pueden hacer la prueba y "escanciarla" de altura. Yo lo hice y los sabores se muestran con mayor claridad. Resumen: otra botella que hay que llevar para las vacaciones.