Sin ser para nada difícil de comprender, "La cara oculta de la luna" es una de esas raras creaciones que -por la complejidad y riqueza de su contenido, tanto como por la fluidez expresiva de su inédito cruce de lenguajes y el virtuosismo de su ejecución- no se agotan con una sola visión. Esta perfecta maravilla suma al canadiense Robert Lepage a la lista de grandes maestros e innovadores de la escena contemporánea que nos ha regalado el Festival Santiago a Mil (junto a Peter Brook, Pina Bausch, Bob Wilson y Arianne Mnouchkine).
Entre sus variados factores que dejan simplemente pasmado, sobresalen dos: Uno, su impresionante maquinaria escénica; si bien la suponemos más ingeniosa que sofisticada, la obra termina sin que sepamos a ciencia cierta cómo pudieron hacer lo que vimos. El otro es que se trata -parece increíble- de un unipersonal. Aunque sea sólo técnicamente: en la oscuridad se mueve un titiritero y opera en silencio un equipo de asistentes, pero en escena un único actor encarna los cuatro personajes del relato. Su creador y director también lo interpretó desde el estreno en 2000 en sus giras por todo el mundo; en los últimos años traspasó la ejecución a Ives Jacques, actor no menos que exquisito en expresar los matices de la vulnerabilidad (en inglés con subtítulos).
No hay, sin embargo, alarde técnico, sino un despliegue de pura magia teatral para contar una historia entrañable acerca de dos hermanos cuarentones, muy distintos entre sí, forzados a acortar su separación tras la muerte de su anciana madre (un relato personal, por cierto, con rasgos autobiográficos). Eso no es todo: en forma paralela, insólitamente, la obra alude a la carrera espacial. Así su tema, la soledad del hombre de nuestro tiempo, se amplía desde el espacio interior al exterior. Con fina ironía, elegancia algo excéntrica y un cálido aire poético teñido a ratos de irrealidad, plantea que estamos solos porque no nos abrimos al otro para explorarlo y descubrir lo desconocido. Por sobre estos hermanos, su madre, el médico, está la mirada lúcida y melancólica de Lepage quien, como un demiurgo, se divierte con sus propias criaturas mientras las compadece amablemente.
Asombra, por último, la impensada amalgama de actuación múltiple, muñecos, proyecciones en diferentes pantallas de registros documentales, circuito cerrado de TV y una escenografía que propone, la que, a la manera de una instalación, muta ante nuestros ojos proveyendo zonas de acción en todos los rincones. La libertad del juego escénico permite, además, que objetos domésticos como una lavadora o una tabla de planchar, se transformen mágicamente en otras cosas. Clave es el aporte de la música, sugestiva y misteriosa, de Laurie Anderson.
Hoy, última función. Teatro Municipal de Las Condes.