Hay dos formas de emitir juicios políticos. Y sólo para una de ellas (la menos importante) sirve la encuesta CEP.
¿Cuáles son esas dos formas?
Una de ellas consiste en juzgar la situación desde el punto de vista de los intereses particulares de los partícipes: ¿Qué posibilidades tiene Michelle Bachelet de ganar la presidencial de acuerdo a la última CEP? ¿Cuántos adherentes ganará o perderá este o aquel candidato?
La otra consiste en apreciar la situación desde el punto de vista de los intereses generales, de los valores o principios subyacentes al sistema democrático: ¿Le hace bien a las instituciones una determinada conducta? ¿Se fortalece la vida democrática con este o aquel comportamiento?
Ocurre con la política lo que en el fútbol. Usted puede preocuparse nada más de quién gana el partido o puede, en cambio, detenerse a mirar si acaso el juego maximiza o no los valores o las virtudes que lo legitiman. En el primer caso, usted concibe el fútbol como una simple oportunidad para que cada club muestre que hace más goles que el otro; en el segundo caso, usted concibe ese juego como un esfuerzo colectivo por ejercitar ciertas virtudes.
La CEP provee información para el primer tipo de juicios (dice qué liderazgo en competencia toma la ventaja); pero no provee información para el segundo (cuánto se ejercitan los valores que la democracia procura realizar).
Hoy se suele reducir la política a la primera dimensión: una simple competencia por hacerse del poder e imponer los propios intereses. Entre la lucha política y la del retail no habría diferencias sustantivas: una aspiraría a dominar el Estado, la otra el mercado. Y por eso un asesor político sirve lo mismo a una empresa que a un partido. ¿Tiene Bachelet más del cincuenta por ciento de la intención de voto? Entonces, sugieren sus partidarios, basta eso para alegrarse. Y en ese juego de cálculos y de predicciones se agota el debate político.
Sin embargo, ¿no habrá otra medida del éxito distinta al propio interés? ¿Otra forma de racionalidad que la estratégica?
Los partidarios del public choice (que reducen la política al mercado, a la simple suma de preferencias) dicen que no hay otra. Los partidarios de la política como mero juego de fuerzas (que reducen la política a la astucia, a la capacidad de imponer la propia voluntad) están de acuerdo.
Pero ambos se equivocan.
La política democrática reposa sobre el supuesto de que, mediante el diálogo informado y la competencia de ideas, los ciudadanos pueden decidir acerca del tipo de vida en común que quieren llevar adelante. La democracia es el esfuerzo de una comunidad por gobernarse a sí misma; no una simple competencia plebiscitaria entre liderazgos (algo que, temía Weber, podría dañar a la democracia moderna). Donde hay democracia, existe la aspiración por eludir la mera facticidad, la simple fuerza de los hechos, y reemplazarla por la razón y la voluntad colectiva. ¿No fue lo que pidieron los estudiantes al movilizarse: que se deliberara acerca del tipo de vida que se ha construido a fin de verificar si es o no el único tipo de vida posible?
Una de las cosas más interesantes de los últimos años es el desarrollo de la noción de hegemonía (en la obra de autores como Mouffe, Butler o Zizek). ¿Qué significa esa noción y cómo se relaciona con lo que aquí se discute? Esos autores sugirieron que la realidad es, en alguna medida, el fruto de las ideas, del sistema simbólico imperante. Cuando una idea se vuelve hegemónica (gracias al aparato cultural de que dispone) la realidad acaba siendo como ella la describe. En una frase: la política es una cuestión de ideas. Exactamente lo contrario de lo que proclamó el marxismo ortodoxo.
Discutir de ideas no es, entonces, como a veces se cree, disfrazar la realidad con una falsa conciencia, sino que justo al revés: discutir de ideas equivale a disputar cómo se constituye la realidad.
Pero a juzgar por el comportamiento de estos días -donde todos divagan acerca de la CEP y toleran con diversos pretextos que la principal candidata enmudezca-, las ideas que modelarán la realidad de los próximos años es algo que no le importa absolutamente a nadie.