Tuve que viajar a Chile estos días. Por un lado, para participar en la visita del Presidente electo de México, Enrique Peña Nieto; por otro, para presentar, en la U. Finis Terrae, a los destacados intelectuales Álvaro Vargas Llosa, de Perú, y Jorge Castañeda, de México. La visita de Peña Nieto, que asume en diciembre próximo, puso de manifiesto que bajo su administración seguirán intensificándose las relaciones bilaterales. Y la de los expertos sirvió para que éstos analizaran en esa casa de altos estudios, ante un teatro lleno, las perspectivas de las Américas.
En este contexto asistí en Valparaíso a la puesta en marcha de ascensores recientemente restaurados y a la inauguración del magnífico Museo Baburizza. Como en el caso de los trolebuses y los paseos en lancha por la bahía, los ascensores constituyen parte esencial de la identidad porteña, y a mi juicio era un escándalo y una tragedia que en el pasado se los haya dejado deteriorarse y morir. Con ellos se desvanecían también referentes claves de la obra de Joaquín Edwards Bello, Carlos León, Manuel Rojas, Pablo Neruda, Camilo Mori, Sarita Vial, Renzo Pecchenino o Joris Ivens. Para los porteños es de suma importancia el rescate de esta identidad, pues lanza señales positivas al mundo y a quienes creen en Valparaíso e invierten esfuerzos allí.
Aplauso aparte merece la restauración del Palacio Baburizza, que alberga una de las mejores colecciones de pintura del país, en gran parte referida a Valparaíso. Me emocionó ver el domingo a familias que hacían fila para ingresar al museo. Percibí una sed genuina por la cultura y el orgullo porteño por esta joya de la ciudad. Y hablo de los cuadros y la restauración del edificio, pero también de su ubicación privilegiada frente a la bahía. El museo se halla entre el ascensor El Peral, el Paseo Yugoslavo, una plaza y dos establecimientos, uno hotel, el otro restaurante, bellas expresiones de arquitectura porteña. Mi impresión al ver los óleos y el Baburizza, ¡que estuvo cerrado durante 17 años!, fue que durante ese tiempo los porteños fuimos despojados de parte importante de nuestra identidad. Alegra volver a contar con el Baburizza. Ojalá Valparaíso esté en condiciones de preservar lo que ha sido restaurado.
Mientras recorro los cerros, donde admirables pequeños y medianos empresarios abren cafés, restaurantes, hotelitos, talleres o galerías de arte, crece mi admiración por ellos. Pienso en sus colegas mexicanos de ciudades como San Miguel de Allende, Querétaro o Puebla, en ciudades y ciudadanos que mantienen la belleza y limpieza de sus calles. En México están vivos la conciencia del patrimonio cultural y el talento para hacer del turismo una palanca de desarrollo. En una era en que en los medios aparece principalmente gente que exige todo del Estado, uno tiende a olvidar que hay muchos que aportan su iniciativa y esfuerzo, que se arriesgan por una idea y crean puestos de trabajo e incrementan el PIB. Conviene recorrer los establecimientos que emergen en los cerros porteños destinados al turismo: muestran originalidad y carácter, e instalan una narrativa nutrida por la historia de Valparaíso. Pocos saben que allí se libra una batalla diaria entre quienes pintan sus casas para crear una ciudad amable, y quienes ensucian esas paredes con rayados y garabatos. Un día el vecino pinta su casa, por la noche vándalos rayan esas paredes. Es una lucha entre cultura y barbarie. En México, en cambio, la gente embellece y está orgullosa de sus calles porque así la vida es más grata y atrae turistas. Rayar casas recién pintadas es una acción de seres antidemocráticos e intolerantes. Rayar una casa pintada con esfuerzo equivale a insultar y funar. Es un acto cobarde que se ejecuta desde el anonimato contra un ciudadano indefenso y su modesta propiedad. Si Valparaíso se convierte un día en una ciudad limpia y próspera va a ser por sus inagotables emprendedores y por autoridades que, más allá de cumplir sus labores diarias, intuyen que restaurar ascensores, museos y calles es aportar a la cultura, el bienestar y la democracia.