El general Aladeen es el cuarto personaje paródico que el comediante de origen británico Sacha Baron Cohen logra instalar a escala mundial. Los anteriores fueron el inglés que se cree jamaicano Ali G, el periodista antisemita de Kazajstán Borat Sagdiyev y el diseñador gay austriaco Bruno. Todos ellos han tenido el protagonismo en alguna película y, más especialmente, en las sesiones del show de televisión Saturday Nigh Live, el reino de la stand up comedy.
Aladeen es un dictador de la Arabia sahariana, un colega de Jaddafi, Hussein, Al Assad y unos cuantos más. Aladeen gobierna en Wadiya ejecutando enemigos, aplastando disidentes y abusando de las riquezas del país. Es benefactor de Al Qaeda, nacionalista, amigo de Osama bin Laden, anticapitalista y sobre todo antisraelí. Niega estar desarrollando armas de destrucción masiva, pero todas sus ideas sobre un misil nuclear se centran en Israel.
Todas las conductas e ideas de Aladeen son incorrectas: es racista, sexista, machista, clasista, xenófobo, discriminatorio y criminal. En esto se le parece un poco el agente Clayton (John C. Reilly), encargado de su custodia en Nueva York (“en realidad, todos los que no son norteamericanos son árabes”) y uno de los motores de la intriga.
La historia comienza con la decisión de Aladeen de concurrir a una asamblea de la ONU. El agente Clayton lo secuestra y lo afeita, siguiendo un complot urdido por el general Tarim (Ben Kingsley), que quiere derrocar a su sobrino dictador para vender el petróleo de Wadiya.
El crimen falla, pero Aladeen queda solo en la ciudad, despojado de su identidad, buscando el modo de recuperar su gobierno.
En ese trajín conoce a Zoey (Anna Faris), una joven activista verde que le sirve a Sacha Baron Cohen para reírse a gritos de los ambientalistas, los naturistas y los izquierdistas soft. Estas dos líneas narrativas convergen en un apretado relato de sólo 83 minutos.
El humor de Sacha Baron Cohen es salvaje, escatológico y a menudo insultante. Pero a diferencia de Borat (2006), que era una insufrible acumulación de groserías descalificatorias, El dictador muestra una comprensión más sutil de la política internacional –notable el discurso de defensa de las dictaduras–, aunque el estridente Aladeen diga lo que todas las satrapías del Medio Oriente nunca se atrevieron a decir.
Contribuye a ello el trabajo más contenido –más convencional y menos televisivo– del director Larry Charles, que sin embargo también se da el gusto de parodiar a algunas películas memorables. El dictador no es de ningún modo una buena película ni tampoco es el emblema del mejor comediante vigente, como pretende Sacha Baron Cohen. Pero es bastante menos mala y más hilarante de lo que cabría esperar.