El historiador Aníbal Pinto Santa Cruz advirtió, en 1958, que en Chile se estaba agudizando la brecha entre el lento avance de la economía y el rápido progreso en el plano político y de las relaciones sociales. Ahora, medio siglo después, estamos en la situación opuesta.
El desequilibrio entre estas dos dimensiones de la vida del país, ya sea en una o en otra dirección, es una traba para avanzar hacia el desarrollo, por lo que otra vez tenemos que imponernos como tarea restablecer la armonía entre lo económico y lo social.
Lograr este balance nunca ha sido fácil. El capitalismo liberal del siglo XIX creció con poca consideración por la calidad de vida de las grandes mayorías; hasta que la llamada "cuestión social" se tomó la agenda política del país, iniciando un ciclo de reivindicaciones ciudadanas que terminó en la crisis de los 70. La reacción que vino después nos condujo a la supremacía del mercado y de las consideraciones económicas en las políticas del desarrollo. Ahora, luego de profundos cambios en el acceso a bienes y servicios, el país busca de nuevo un balance entre lo económico y lo social.
Estos fenómenos no son exclusivos de Chile. Tienden a ocurrir con cierta sincronía en la mayoría del mundo desarrollado. El imperio del mercado sin suficientes contrapesos que ha predominado en las últimas décadas ha sido reconocido como la principal causa de la actual crisis financiera internacional y del desencanto ciudadano con los excesos del sistema económico, social y político.
Lo que viene después de cada una de estas oscilaciones no es la sustitución del modelo, sino un ajuste que corrige los extremos y renueva el contrato social. No se trata de elegir entre blancos o negros, sino más bien de la búsqueda de armonía entre matices. La clave para ello es que la agenda nacional refleje razonablemente el interés común, la autoridad política opere con legitimidad y eficacia y se expanda la confianza entre las personas.
En estas condiciones no vale la pena adoptar una actitud defensiva como la que manifiesta la derecha política y que se ha desplegado en círculos empresariales. Esta posición se puede justificar por un temor a lo que viene o por una baja comprensión de las oportunidades que ofrece una mejor interrelación entre el ámbito económico y el socio-político.
Respecto de lo primero habría que recordar a Franklin D. Roosevelt: "Lo único que debemos temer es el temor mismo". Lo segundo es más complicado porque refleja un carácter nacional algo escindido, en que reconocemos la desconfianza, las desigualdades y la falta de legitimidad de las instituciones políticas. Sin embargo, al mismo tiempo se puede pensar que la economía avanza por otra vía y que estos temas sólo tienen una influencia secundaria en el progreso.
La evidencia histórica indica lo contrario: lo social y lo económico van de la mano. Como señaló Gunnar Myrdal, Nobel de Economía en 1974, el desarrollo es un movimiento ascendente de todo el sistema social, incluyendo los factores económicos y no económicos. Entre las variables relevantes está la calidad de vida de los diferentes grupos; la distribución del poder, la estratificación económica, social, y política y, en términos generales, las instituciones y actitudes que existen en la sociedad.
La confianza, la colaboración, la legitimidad de las instituciones y la integración social son cada vez más relevantes en la economía actual, porque facilitan la colaboración y la innovación, que es una condición para cerrar la brecha que nos separa del desarrollo. Restablecer el balance entre lo económico y lo social no significa cambiar las funciones que actualmente cumplen el Estado, el sector privado y la sociedad civil, sino la forma en que cada uno lleva a cabo sus tareas y, especialmente, la relación entre ellos. De esta manera emergerá un país más fuerte, que estará en condiciones de seguir avanzando hacia el desarrollo.