Empeñado está el Gobierno en
sacar adelante alguna versión de reforma tributaria, aunque ella difiera mucho de su diseño original. Como se recordará, tal iniciativa surgió para financiar tanto un incremento del gasto público educacional como importantes rebajas de impuestos. Se propuso elevar la carga tributaria a las empresas en alrededor de dos mil 500 millones de dólares por año, subiendo el impuesto de primera categoría y cerrando determinados vacíos legales que causarían mermas en su recaudación; además, aumentar los gravámenes sobre ciertos alcoholes, y crear controvertidos "impuestos verdes". En su versión inicial, la reforma incluía la eliminación de los aranceles aduaneros y del anacrónico impuesto al software , así como rebajas a los tributos al crédito y a las rentas personales, gravadas con altas tasas marginales, que ascienden a 40 por ciento en el tramo superior. Al estimular el esfuerzo individual y la competitividad, se compensaba en parte el sesgo antiemprendimiento asociado al incremento de la carga tributaria a las empresas, que aparece tan ajeno al programa del Gobierno.
La iniciativa capitaneada por el ministro de Hacienda ha enfrentado serias dificultades. Primero, a causa de sus complejidades técnicas y jurídicas -que no fueron oportunamente detectadas-, debieron ser retiradas las iniciativas referentes a impuestos verdes y alcoholes, así como algunas de las propuestas que procuraban cerrar boquetes en la tributación a las empresas. Luego, en vez de retirar un proyecto bloqueado por la intransigencia opositora, el Gobierno optó por enviar una nueva versión, que ya no elimina los aranceles aduaneros ni rebaja la tasa superior del impuesto a las rentas personales.
Esta versión de la reforma descansa plenamente en la elevación de la carga tributaria de las empresas en alrededor de mil 800 millones de dólares por año. Aunque el tema no ha despertado el interés público que merece, corresponde preguntarse sobre el daño que pueda ocasionar a las pymes, principales responsables de la creación de puestos de trabajo. El Gobierno sostiene que las favorece la rebaja de 0,2 por ciento en el impuesto al crédito y las nuevas facultades para la reprogramación de deudas tributarias morosas de las pymes que trae el proyecto. Pero son atenuantes muy menores. Entretanto, el proyecto eleva desde el actual 18,5 al 20 por ciento la tributación a las empresas, y hace efectiva el alza -retroactivamente- para todo el año actual. Eso implica que al mes siguiente de su aprobación -esto es, septiembre u octubre- sus pagos provisionales mensuales (PPM) subirán automáticamente en 8,2 por ciento, con el consiguiente impacto sobre la caja de las pymes. Y, más grave aún, con motivo de la reliquidación de impuestos de abril próximo, habrán de ponerse al día por los nueve o 10 meses de PPM efectuados durante 2012 a la tasa del 18,5 por ciento, en vez del 20. A consecuencia de ello, en 2013 las empresas terminarán pagando no sólo el alza correspondiente a ese año, sino también una buena parte de la que habría correspondido al presente. En los cálculos oficiales, eso representa una carga tributaria adicional -por una vez- de 645 millones de dólares, cuyo costo para las pymes no puede sino significarles frenar planes de expansión y contratación de personal. Cabe agregar que ello sucedería precisamente al tiempo que, según todas las proyecciones, incluidas las del propio ministro de Hacienda, se espera que la economía chilena esté ingresando a una fase de desaceleración, por la crisis externa. Parece del todo prudente hacer que el alza de la tasa de primera categoría entre en vigencia el próximo año, y evitar así tan innecesario e inoportuno golpe a la confianza y la solvencia de las pymes.