"Hola. Me llamo María Guadalupe del Pilar Concepción del Niñito Jesús. Pero todos me dicen Lupita", explica la protagonista de esta película en la primera línea del relato. Lo hace frente a la cámara de su teléfono móvil, con la que registrará una especie de diario de vida, mientras atraviesa la frontera mexicano-estadounidense hacia un destino inesperado. Mucho de lo que pasará luego está contenido en esta pequeña introducción.
En los minutos siguientes, sucesivos flashbacks intercalados con el presente reconstruyen su historia. La madre de Lupita muere en un accidente, sus opulentos tíos se inquietan por lo que consideran conductas inadecuadas y su hermano Maxi (Cristián de la Fuente) la interna en un hospital para tratar lo que la familia cree que es una perturbación psicológica. Pronto Maxi descubre que ese no es el lugar para ella. En ese punto se crea la oportunidad para que, premunida de una tarjeta de crédito, una mochila y un celular, Lupita emprenda el viaje transfronterizo.
Pero ¿Alguien ha visto a Lupita? no trata de inmigrantes ni de transculturación, aunque sí de culturas y creencias. Acompañada de Chepita (Carmen Salinas), una señora popular y entrada en años pero no en timidez ("me dicen la tsunami"), Lupita atraviesa por un paisaje mucho más perturbado que ella -borrachos, indocumentados, narcotraficantes-, donde siempre está a punto de convertirse en una víctima sexual, aunque ocurre más bien lo contrario: adquiere una forma singular de santidad. El modo en que esto sucede es el material central de la narración.
Gonzalo Justiniano, uno de los cineastas chilenos con mayor trayectoria, no es un vanguardista. Está más cerca de cierto clasicismo y se inclina por los relatos con claves y estructuras esotéricas (como lo vimos en el libro Huérfanos y perdidos) o con tonos teológicos deliberadamente dislocados.
En Sussi, Justiniano investigó el problema de la inocencia desde la perspectiva de la estructura de clases chilena. Veintitrés años después, ¿Alguien ha visto a Lupita? Reanuda esa investigación desde un ángulo más misterioso y más difícil de interpretar. Lupita es kitsch, basta y a veces esperpéntica, pero al mismo tiempo es delicada y sutil, y no lograría ninguna de esas resonancias si no fuese una pequeña epopeya de la inocencia metida en el cruce entre la moral de la clase alta y la cultura popular.
No es difícil imaginar que esta película será materia de carnicería en alguna crítica y posiblemente en la taquilla. Con la perspectiva fronteriza que ha escogido, no será ni de aquí ni de allá, como lo han sido en otros momentos otras películas castigadas por su ambigüedad identitaria.
Es preciso liberarse de esos pequeños cánones para apreciar la fuerza que comunican las imágenes de Justiniano y la complejidad de la metáfora religiosa que estructura la película.