Los chilenos tenemos una inclinación malsana que siempre nos lleva a ver el vaso medio vacío. Ignoro si se trata de un complejo de inferioridad o es un prurito de exaltar las partes antes que apreciar el conjunto en toda su complejidad. Esta manía ha tenido consecuencias graves, porque las miradas negativas han sido fecundas a la hora de definir las políticas que orientaron al país durante el siglo XX. Así fue como durante los años 50 del siglo pasado comenzó a imponerse la idea de que vivíamos una situación crítica, que ameritaba introducir reformas estructurales para alcanzar el desarrollo. En ese momento Chile era el cuarto país en esta materia dentro del continente, con 931 puntos, ligeramente antecedido por Cuba, con 958. Argentina y Uruguay bastante más adelante. Más atrás Venezuela, con 871, y México, con 799. Cerraban Guatemala, con 334, y Haití, con 170. Estas cifras se obtuvieron de la consideración de 15 rubros que aportaron indicadores económicos, demográficos y sociales; de salud, alimentación y educación, y de comunicaciones. Si bien en aquellos años las estadísticas no eran completamente confiables, el conjunto termina entregando una radiografía adecuada del continente. Dada la manía que nos caracteriza, es sorprendente encontrarnos tan arriba como la cuarta posición. Estos datos fueron usados en Chile en 1962 para llamar a los cristianos a abrazar el camino revolucionario, siguiendo el ejemplo de Fidel en Cuba (¡tercer lugar!) y las imposiciones del gobierno norteamericano mediante la Alianza para el Progreso: cambios estructurales totales e inmediatos, y con violencia si era necesario. Los temas de la mala distribución del ingreso y de la educación para todos se hicieron recurrentes en esos años. Ni hablar de las campañas de odio contra los "reaccionarios", que fueron el pan de cada día. Estas miradas negativas han sido recurrentes y se han impuesto sin mayor análisis. Generalmente se han originado en instituciones científicas o académicas caracterizadas por un sesgo estatista. Y los políticos las han avalado y difundido para basar sus planteamientos, hasta que, al cabo de algunos años, la suma de descalabros obliga a introducir dolorosas correcciones, sin que nadie asuma su responsabilidad. También llama la atención la contumacia que hemos demostrado como país, cayendo cada tanto en estas trampas que producen los ejercicios intelectuales de grupos sofisticados, ajenos por completo a las realidades de la vida.