Alguna vez Graham Greene separó de sus diarios de vida los relatos de sueños y los publicó en un libro aparte. No sé si el producto sea algo más que una favorable curiosidad en la obra de un escritor pragmático, pero es un hecho que los sueños ajenos siempre aburren. O casi siempre, en realidad: cuando se les impone un modelo de análisis se vuelven intrigantes. Pareciera que ese continuo de experiencias evanescentes sólo completa su existencia en la interpretación. "Quieren ser interpretados", diría Bachelard. Cada cual interpreta, además, según la cultura que le tocó: unos buscan al brujo del pueblo, otros van al psicoanalista y también hay algunos que se niegan a otorgarle la menor importancia a los hechos que no suceden en el mundo consensual y concreto.
En cambio Jean-Paul, Saint-Pol-Roux, De Quincey, tantos le han dado énfasis y profundidad a sus estados oníricos, ya se tratara de los vuelos controlados del psiquismo de la semivigilia o de mundos inverosímiles, gigantescos y catastróficos, hechos a la medida del ego del soñante. Keats miraba por la ventana un pájaro saltando en la gravilla del patio y se sentía indivisible del pájaro. Esto a plena luz de la mañana, en total vigilancia de las operaciones de la conciencia.
El encuentro (en una vitrina de MacIver) y posterior adquisición de un cuaderno empastado que en su portada llevaba el título Diario de los sueños, me dejó hace unos años la idea de que era deseable acometer un registro diario de estas actividades secundarias. No usé el cuaderno, sino el computador, y pasaron los años y se fueron acumulando los archivos de manera excesiva.
De vez en cuando me sumerjo en esos textos que nunca serán publicados. Obviamente deben ser una lata para cualquiera que no sea yo mismo. Al leer me doy cuenta de que he vivido muchas vidas, con muchos disfraces y que he sido protagonista de sucesos prodigiosos: una vez, en los años de la Segunda Guerra Mundial, en una peluquería cerca de la Estación Mapocho me hicieron un corte "japonés" y luego huí por las calles del sector con kimono y sable de samurái, temeroso de ser detectado por las autoridades. En otra ocasión me metí en un subterráneo de luces verdes en Patronato que conectaba directamente con Picadilly Circus, en Londres, después de haber sentido un amor infinito por una joven mugrienta.
Está claro que al enfrentar un texto literario estamos dispuestos a aceptar la visión del mundo de hablantes muy diversos. No nos molesta el loco ni el obsesivo, ni el inteligente ni el neurótico. Uno de los pocos a quien descartamos de plano es al soñante. Decimos: no me borre la pistas, no me hable de ciudades de oro y de rubí, no me interesan las mujeres de radiante potestad sentadas en un trono jubiloso, como tampoco el hecho lamentable de que su hermana se convierta en monstruo y se coma a toda su familia.
El fenómeno más extraño del diario de los sueños consiste en que los acontecimientos relatados están cubiertos por varias capas de olvido, y sin embargo, al repasarlos, se imponen en la memoria con brillante notoriedad. Todos los detalles están intactos, manifestando su voluntad de persistir, su vocación de ser interpretados.