Un rasgo negativo del mundo globalizado actual es la explosión del crecimiento de las desigualdades en los últimos treinta años. Sobre esta tendencia mundial existen cifras muy duras y hay un cierto consenso acerca del perjuicio que representa la desigualdad desmedida para la cohesión social de nuestras sociedades.
El Foro Económico Mundial, de tendencia más bien conservadora, indica la desigualdad de ingresos como el primer riesgo global para la próxima década; otros organismos internacionales también lo han hecho.
En Chile, si bien la brecha de desigualdad no ha crecido en los últimos años, e incluso ha experimentado una leve disminución, los niveles de desigualdad son históricamente muy altos, al igual que en el conjunto de la región latinoamericana.
Nuestra tenaz desigualdad es además deforme, “es una desigualdad desigual”. Es arriba, en el décimo decil —vale decir, en los hogares de mayores ingresos y sobre todo en la parte superior de ese tramo—, donde se concentra la mayor desigualdad con el resto de la población.
Las desigualdades en Chile se asemejan en buena parte a una colina que llegado a un cierto punto se transforma en el monte Aconcagua.
Esa parte superior del décimo decil que recibe la “parte del león” de los ingresos selecciona y reproduce una parte decisiva de la élite, particularmente la empresarial, y organiza su vida muy separadamente del resto de la población incluso físicamente, constituyendo un mundo económico, social y cultural aparte, casi autónomo del resto de la sociedad y de lo público, configurando lo que Anthony Giddens ha descrito como “la exclusión por arriba”.
La percepción de un abismo entre “unos” y “otros” por parte de la mayoría de una población contribuye al profundo malestar social del cual somos testigos. La mayoría de los chilenos han elevado su escolaridad, están más informados, han adquirido mayor conciencia de sus derechos y tienen aspiraciones de mejor calidad de vida para sí y para sus hijos, para lo cual hacen un duro esfuerzo y requieren de bienes públicos de mejor calidad para que su esfuerzo individual no sea estéril.
Afortunadamente, ya es difícil encontrar en el debate público a defensores de la fatalidad de una sociedad tan desigual.
Los problemas comienzan cuando surgen las propuestas concretas de cómo disminuir los niveles de desigualdad.
Se produce, entonces, lo que el historiador francés Pierre Rosanvallon llama la “Paradoja de Bossuet”, refiriéndose a una afirmación del intelectual y clérigo francés del siglo XVII, quien señala: “Dios se ríe de los hombres que se quejan de las consecuencias, al mismo tiempo que consienten sus causas”.
En buen romance, estamos todos de acuerdo en que los actuales niveles de desigualdad son inaceptables, pero cuando se trata de actuar, surge un coro de voces alarmadas, cuyos argumentos conocemos ad nauseam que nos explican los males que conllevan las políticas redistributivas, sobre todo las que implican alzas de los impuestos de las rentas más altas.
Toda la exitosa experiencia de los países nórdicos que refuta tal doctrina les parece irrelevante, predomina en ellos su propio dogma.
Es cierto, lograr mayores niveles de igualdad requiere diversas políticas, y no solo aumentar impuestos. Se necesita una progresión más rápida de las rentas más bajas, lo que implica más y mejores empleos para quienes están en dicha franja, transformar además profundamente el sistema educativo para que no reproduzca las actuales desigualdades, sino que prefigure una sociedad más igualitaria a través de la extensión de una educación de calidad.
Pero es también imprescindible una reforma tributaria, profunda y no cosmética, que aporte más recursos para financiar bienes públicos de manera permanente y que cambie la percepción de la mayoría de que los que más tienen no contribuyen de manera suficiente a morigerar las desigualdades que genera el mercado.
Cuando hablamos de reforma tributaria, no hablamos solo —perdón por la herejía— de algo técnico, estamos hablando del tipo de sociedad que queremos para el Chile de mañana, de sus niveles de cohesión, de paz social, de justicia, de sentido de pertenencia. No entenderlo así es no entender lo que está sucediendo en el país real, aquel en que viven la inmensa mayoría de los chilenos.
Ahora es el momento de poner en marcha políticas que nos lleven a una sociedad más igualitaria.
Solo entonces el Dios de Bossuet podrá abandonar su risa irónica en torno a la hipocresía humana y cambiarla por una sonrisa aprobatoria hacia una conducta más coherente y solidaria.