Nada hay más extraño que la continuidad que le asignamos a la experiencia. Es posible que necesitemos de este espejismo mental para organizar nuestra vida, pero es un hecho que ni siquiera respecto a lo que hicimos el día de ayer conservamos todos los datos de causalidad. Incluso un viaje en taxi efectuado una hora atrás ya se ha sumergido en la ebullición neblinosa del pasado: ni siquiera recordamos la cara del chofer, sólo su voz y su nuca; el resto, lo que se vio a través de la ventana del auto: follaje indistinto de las calles, las columnas de una vieja mansión y sus vidrios polarizados de empresa, una manguera amarilla saliendo de una esclusa, unos adoquines descubiertos por una rotura del pavimento, sol oblicuo amarillento en la mitad superior de unos paralelepípedos de cemento sucio. Y además, en un plano traspuesto, aparecen cosas que pensamos, ruidos atemperados o estridentes que registramos, pedazos de recuerdos flotantes.
La lista es interminable, de hecho podría llenar las páginas de un libro tributario del Ulises . Quizás se trate, como señaló Borges, de un proyecto literario fracasado. La realidad desborda en todos los frentes y la obsesión de dar cuenta de ella nos puede llevar al fárrago ilegible, a la parálisis o definitivamente a la rayadura.
Freud nos da por ahí la pista de lo que siempre intuimos: la realidad es una construcción imaginaria, restada de la palabra "imaginaria" la carga de lugares comunes que suele acarrear. La idea de estar todo el tiempo reconstituyéndonos en el espacio es totalmente inútil para vivir y sólo se manifiesta cuando hacemos un alto y miramos hacia atrás o hacia el lado. Para hacer negocios, para ir a comprar pan a la esquina, para atender en las reuniones de apoderados o para mandar a hacerle la basta a los pantalones tenemos el cuidado de no actuar como si nos perturbara el avistamiento de la irrealidad del mundo, una categoría, por lo demás, a la que nadie le tiene demasiada paciencia.
"¿Qué hacer?" sigue siendo la pregunta pertinente para cualquiera que tenga el impulso o la necesidad de escribir. Se renueva siempre, aun en el caso de que los libros publicados nos regalen la sensación de haber llegado algo. Será vanidad esto último, pero nadie ha dicho que la vanidad es totalmente inexcusable. Es más, en la vanidad siempre viene un componente de supervivencia, una ilusión de sentido: por supuesto que es benéfico sentirnos inteligentes, herederos de una tradición familiar y depositarios de misterios genéticos, aunque todo ello constituya una despreciable partícula de polvo volátil en el decurso del incomprensible universo.