En el momento inmediatamente posterior a un terremoto experimentamos una actividad mental desmesurada. Con esa tranquilidad de urgencia que proporciona la adrenalina, hacemos rápidos, sucesivos chequeos especulativos: revisamos la probable situación en que se encuentran nuestros seres cercanos, sus niveles de resistencia anímica, la solidez de sus casas, la altura de sus departamentos; se nos aparecen caminos rurales con los que tuvimos alguna familiaridad, casas de adobe en las que alguna vez nos detuvimos a comprar algo y las vemos dramáticamente destruidas entre las sombras proyectadas por tristes chonchones; a la vez hacemos un recuento, igualmente veloz y automático, de los terremotos que nos tocó vivir en la infancia y los que nos fueron referidos por padres y abuelos. Es un momento extraño, fugaz y casi irreal, cubierto por una extensa sensación de silencio, a pesar de que por todas partes suenan las alarmas descontroladas y se escuchan ladridos, gritos, llantos y sirenas de ambulancias, de radiopatrullas y de bombas de incendio.
Edwards Bello hablaba del “animamoto” para explicar cierta tendencia de los chilenos a vivir con una intensidad imprevisora, a destruir para partir de cero cíclicamente. El animamoto, el sismo espiritual, provendría de su correlato terrestre, también cíclico, cuya frecuencia es tradición que se diera en cada período presidencial. Ser Presidente de Chile implica, en esta concepción, la fatalidad de enfrentar al dios de la destrucción, que opera sin aviso u ofreciendo avisos muy ambiguos: un desusado calor, cambios en los hábitos de los animales, unos cuantos temblores de menor intensidad.
En este sentido, nada sacamos con atender a las predicciones de terremotos con que nos tratan de inquietar los
adivinos y los sismólogos aficionados. A veces los primeros se jactan de haber anunciado la debacle en diciembre del año anterior, cuando los diarios les solicitan sus apuestas sobre los hechos del futuro. Pero, claro, afirmar que “una gran catástrofe enlutará al país” es disparar a la bandada, ya que es más que probable que en el curso de un año la inestable realidad nos proporcione una calamidad de esta índole. Los modelos predictivos científicos, por otro lado, trabajan con un rango amplio de incerteza. El que proyectó el terremoto de 2010 es admirable: en el mapa, la zona afectada era simplemente la pieza que faltaba en un rompecabezas de varios siglos.
Lo que no queda claro aún es por qué Middleton le apuntó con tanta certeza al terremoto de 1906 (no sólo al de Valparaíso, sino también al de San Francisco) usando un complicado modelo astronómico. La teoría de las influencias planetarias en los movimientos terrestres ha sido reemplazada por la de las placas tectónicas, que es a la cual nosotros adscribimos sin cuestionamiento. Antes, mucho antes, Kant había elaborado una explicación basada en supuestos vapores encerrados en cuevas subterráneas.
Entre las imágenes que se me vinieron a la mente la noche del 27 de febrero de 2010, mientras me vestía a tientas, había una del terremoto de Chillán (1939). Mi padre era niño y veraneaba en el fundo Las Mercedes, entre Chillán y San Carlos. Cuando vino el remezón y las ondulaciones del suelo toda la familia arrancó al campo, pero su hermana mayor se acordó de él y se devolvió a buscarlo. Mi padre dormía, su hermana lo tomó en brazos justo en el momento en que un enorme ropero y un murallón de adobe se desplomaban sobre la cama. Claro, no puedo dejar de pensar que de no haber obrado la Providencia en este caso, mi familia remota hubiera sumado un nuevo dolor a su martirologio y finalmente yo no habría existido jamás, un problema que en 1939 no tenía el más mínimo espesor ontológico.
El terremoto de 2010, al margen de su espectacularidad siniestra, nos despertó una triste constatación: que en las napas más ocultas de nuestra psicología colectiva subsiste como una energía enterrada, a pesar de tanto intento civilizador, el impulso al robo y a la rapiña. Por cierto no fue la primera vez en nuestra historia que hubo saqueos, pero en esta ocasión los saqueos adquirieron una visibilidad obscena. Se podría decir que el saqueador promedio tenía su uniforme —jockey, parka, mochila— pero también vimos a individuos de clase media actuando a guata descubierta. El terremoto, entre sus muchas dimensiones, enfrentó estas dos: el arrobamiento metafísico del estruendo subterráneo, el horror de los edificios quebrados, la perturbación de las luces azules nunca explicadas; y luego, la desoladora picaresca de la masa volcada a las calles para sacar partido del rico y del pobre.