Me llegó por WhatsApp el artículo sobre los “usuarios avanzados de IA” que publicó “El Mercurio” el viernes. Venía acompañado con un guiño: “Si eres mínimamente astuto —parecía decir el emoticono— súbete al carro… mejor sube a todos a este carro”.
La inteligencia artificial (IA) nos conquistó. A uno le sirve para mejorar las ilustraciones de los productos que vende. Otro le pide que prepare la presentación ante el jefe. Casi todos le piden asistencia para redactar los correos electrónicos. Por este tipo de cosas bromeaba un amigo: “Por fin tenemos un dios que escucha nuestras plegarias”.
En efecto, para los adultos la IA puede ser una ayuda emocionante. Sin embargo, para los adolescentes no está tan claro que esta herramienta sea el elixir de la prosperidad. Por el contrario, me parece que los está predisponiendo a perderse uno de los hitos más importantes de su etapa escolar: aprender a escribir con voz propia.
Seré más claro: nuestros jóvenes dependen de la inteligencia artificial para escribir prácticamente cualquier cosa. El trabajo de Historia, el email de respuesta al profesor, la carta que le pidió la tía para la reunión familiar en Navidad… O, más triste todavía, el discurso para el funeral del abuelo.
Los niños y jóvenes que todavía no aprenden a hilar frases con mínima claridad son tentados para abandonar por completo ese esfuerzo. “¿Para qué sufrir con el lento y desagradable proceso de cultivar la escritura si el chat me ofrece soluciones más rápidas e inevitablemente mejores a cualquiera de mis esbozos?”, piensan.
A esta misma conclusión llega un estudio reciente del MIT (junio de 2025), titulado: “Your Brain on ChatGPT”: “Si bien las herramientas de IA pueden mejorar la productividad —afirma—, también pueden promover una forma de ‘pereza metacognitiva', donde los estudiantes delegan responsabilidades cognitivas y metacognitivas a la IA”.
En otras palabras, un ensayo escrito con apoyo de la IA puede ser superior desde un punto de vista formal; sin embargo, el proceso interior de aprendizaje se ve trastocado. Los escritos de los alumnos se comprenden, pero sus personalidades se diluyen. Sin darnos cuenta, la barbarie va tomando las riendas de la vida escolar y social.
Poco a poco, los textos se uniforman: son todos correctos, impersonales, forzados. El adolescente que intentaba escribir el discurso de graduación abandona pronto el intento de exteriorizar un sentimiento auténtico y personal. A cambio, instruye al chat con un prompt. A partir de unos comandos brotan tres o cuatro párrafos, ordenados con citas de algún Premio Nobel, atendiendo al contexto social y climático. Logra, en efecto, una comunicación solemne. Sin embargo, uno se siente decepcionado. En este sentido, podríamos compartir la queja de Huckleberry Finn cuando los adultos lo felicitaban por sus hazañas: “Tenía que hablar con tanta propiedad que el lenguaje se le hacía insípido en la boca”.
La máquina puede sacar de apuros, sí, pero ¿a qué precio? El problema no es solo de estilo, ni se trata de una nostalgia por una sofisticación de lujo. Escribir algo propio, auténtico, original, responde a una necesidad profunda del ser humano. Es que no comunicamos solo para trasladar un mensaje: en las palabras va envuelta nuestra propia identidad.
Con adolescentes, lo mejor es volver al lápiz y al papel: esta es la mejor versión de la astucia en tiempos de inmadurez verbal. Recuperar la sana actitud de equivocarse una y mil veces para avanzar en el sueño de tener algo que decir. Valoremos el proceso de escribir, aunque canse. El ejercicio de buscar palabras, de comprender textos, de pensar en el destinatario del mensaje. Así, precisamente al demorarnos y sufrir, al evitar los atajos que solo convienen a los adultos, es como va ocurriendo el milagro de la educación.
Juan Ignacio Izquierdo Hübner
Capellán de colegios