La instalación del gobierno de José Antonio Kast trae una señal cuyo peso solo se revelará con el tiempo: un doble recambio de élites. El primero es visible en el mapa. El poder pasó de Pío Nono —donde se formaron Boric y su núcleo— a Alameda 340, sede de la UC, cuyos pisos superiores albergan su Facultad de Derecho, donde se formaron Kast y su círculo más cercano.
Son apenas 1.500 metros, pero separan planetas distintos. Pío Nono ha sido históricamente el emblema de una cultura laica, racional y contestataria, inclinada a la expansión de derechos, a la deliberación pública y a la sospecha frente a toda forma de autoridad tradicional. La Facultad de Derecho de la UC, en cambio, ha encarnado la persistencia de un catolicismo conservador, con una vocación de orden que brota de la ley natural, recelosa de la política y del mercado, orientada a fijar límites de la razón antes que a abrirle horizontes. Uno es el mundo de Fernando Atria Lemaître; el otro, el de José Joaquín Ugarte Godoy.
Aunque es mínima en el mapa, la distancia es abismal en términos culturales, intelectuales y normativos. Son dos tradiciones que entienden de manera opuesta la autoridad, la libertad y el conflicto. Con Kast y su círculo, lo que cambia no es solo el signo político del gobierno, sino el lugar desde donde se piensa el poder, se juzga la política y se define qué se entiende por orden, perturbación o amenaza.
No es el único recambio. Tanto o más importante es el que tiene lugar dentro de la derecha. Este también tiene una dimensión espacial, pero esta vez al interior de la propia UC. Con Kast se acaba el predominio de los economistas formados en el campus San Joaquín, como Piñera y Matthei. El bastón pasa ahora a quienes estudiaron en los pasillos de la Casa Central. Para decirlo en forma esquemática, los “Chicago Boys” dejaron paso a los “Guzmán Boys” —y con ello, a un pragmatismo que a Milton Friedman seguro le hará agitarse en su tumba.
Estamos ante un quiebre ontológico. Abarca fines, prioridades, métodos y lenguaje. La élite formada en el “mall” de San Joaquín tiene una mirada eminentemente laica y tecnocrática de las políticas públicas. No busca imponer una doctrina global; ni siquiera una forma de vivir: esto lo deja al libre albedrío de cada cual. A su juicio, la libertad —como la estabilidad— nace del crecimiento económico, y de ahí su foco en las reglas promercado que lo harían posible. En esta matriz de pensamiento, la política es un estorbo que hay que soportar; las guerras morales, un ruido estéril, y el conflicto social, una reacción nacida de la pobreza.
La derecha de Kast es muy diferente. Su centro no es la economía, sino una moral privada entendida como fundamento del orden público. Lo dijo ante la muchedumbre que lo vitoreaba la noche de su triunfo: obedecer a los padres, cumplir con la ley, trabajar duro, cuidar el cuerpo, rechazar las incivilidades. De estar vivo, al escucharlo, Sergio de Castro habría sonreído con su clásica ironía; Jaime Guzmán, en cambio, se habría sentido plenamente representado; mucho más cómodo, sin duda, que con Augusto Pinochet.
Para Guzmán, el general fue un instrumento accidental. Siempre le fue ajeno su tipo de autoridad militar, su catolicismo pedestre y ritualista, y desde luego un estilo de vida lindante, a ratos, con lo inescrupuloso. José Antonio y María Pía son de otra estirpe. Simbolizan sin fisuras el tipo de formación personal y familiar con el que Guzmán soñaba. Su autoridad y legitimidad, además, no provienen de un razonamiento alambicado —como el que debió elaborar laboriosamente para justificar a Pinochet y su régimen—, sino que nacen de los votos libremente emitidos por la ciudadanía. Guzmán, ahora sí, debe de estar sonriendo donde esté.
El doble recambio de las élites no es un gesto simbólico: revela la apuesta de una clase dirigente por un país muy distinto.