Al momento de analizar el proyecto de ley que propone un nuevo Financiamiento para la Educación Superior (FES), conviene revisar las principales reformas educacionales de los últimos años para evaluar sucintamente sus resultados y extraer aprendizajes que ayuden a guiar el debate actual.
La primera de ellas es la reforma al sistema escolar, impulsada en el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet, que buscaba prohibir el lucro, la selección y el copago en los establecimientos subvencionados (representativos de más del 50% de la matrícula). Este proyecto de ley, que fue ampliamente debatido y resistido en diversos sectores, finalmente se convirtió en ley (20.845) en 2015. A 10 años de implementada, no existe evidencia de mejora en calidad ni de disminución en la segregación, objetivos a los que supuestamente apuntaba esta reforma.
Además, el copago (superior a los US$ 500 millones anuales) ha sido reemplazado casi por completo por el subsidio estatal, perdiéndose un valioso aporte privado. Por último, la eliminación de la selección, tan denostada ideológicamente, ha contribuido a la decadencia de los liceos emblemáticos.
A contar de 2016, por otra parte, se implementa la política de gratuidad en la educación superior, la que se estableció formalmente como política pública a través de la ley de Educación Superior (21.091), aprobada en las postrimerías del gobierno de la Presidenta Bachelet.
Su discusión fue extensa y se levantaron en su oportunidad numerosas aprensiones, como que en términos de acceso a la educación superior Chile ya ostentaba cifras muy positivas o que el costo fiscal llegaría a ser inmanejable. Al cabo de 10 años de aplicación de esta política, lo que observamos es un incremento casi nulo en el acceso a la educación superior y un costo fiscal de US$ 2.500 millones en 2025, el que aumenta año tras año, no dejando espacio para la inversión en otros niveles educativos (parvulario y escolar) que tienen un mayor impacto social. El Gobierno —que defendió en su momento la gratuidad universal— propone ahora, paradójicamente, postergarla.
Respecto del FES, son numerosas las críticas que ha levantado, pero para efectos de este breve análisis vale la pena detenerse en las siguientes: una mayor segregación esperada en el sistema de educación superior, por la decisión que tomarán ciertas universidades privadas de no adscribir al FES dado el inmenso perjuicio económico que les implicará; una menor inversión como país en este nivel educativo, dado que el menor aporte privado —explicado por la prohibición del copago— no podrá ser compensado por el Estado, con el consiguiente perjuicio en calidad; y también un mucho mayor costo fiscal, que restringirá la posibilidad de invertir en otras prioridades y urgencias nacionales.
Considerando, pues, los desafortunados efectos que han mostrado las dos primeras reformas mencionadas, vale la pena preguntarse si insistiremos en mantener una visión de la educación como un derecho, que prohíbe el aporte privado, en un país con gran estrechez presupuestaria y múltiples demandas sociales.
¿Acaso nuevamente nos opondremos a la colaboración virtuosa entre el sector privado y el público, que tantos beneficios ha traído al sistema de educación en general y, específicamente, al superior? ¿Aprobaremos un proyecto de ley a sabiendas de que implicará un costo que finalmente será asumido por los niños y jóvenes de la educación parvularia y escolar, que se verán nuevamente postergados por una agenda ideológica que ha probado ser muy negativa para Chile?
Si no queremos seguir en una espiral de reformas que han causado y seguirán causando daño a nuestra educación, el proyecto del FES debe desecharse o ser profundamente reformulado. Esperemos que la tercera reforma sea la vencida.
Juan Eduardo Vargas
Rector Universidad Finis Terrae