Hay pocas cosas que me emocionan tanto como las liturgias republicanas. Ellas son símbolos externos de las bondades del único sistema que permite resolver las diferencias y conflictos por medio de métodos pacíficos, principalmente a través de elecciones populares. La primera vez que experimenté ese sentimiento de orgullo patrio fue con ocasión del plebiscito de 1988. Concurrí a votar muy temprano. Era la primera vez en 16 años que los chilenos podríamos expresar nuestra voluntad libre e informada. Fue un espectáculo extraordinario el ver colas inmensas de votantes, esperando calladamente su turno, todos tranquilos, todos sonrientes, todos evidentemente con el objetivo prioritario de salvaguardar el proceso por sobre todo y antes de cualquier preferencia personal.
Ese día me tocó pasarlo completo en el Canal 13 como parte del programa “De Cara al País”. No puedo negar que hubo momentos tensos por el temor de que en algún instante el proceso se pudiera viciar. Muchos creían que el general Pinochet jamás iba a aceptar el veredicto de la soberanía popular si iba en contra de su propia continuidad en el poder; como tampoco lo haría la izquierda radical —que hasta muy poco antes abogaba por la vía armada— si ganaba el Sí. El momento cúlmine de ese día fue el abrazo que se dieron en el programa “De Cara al País” don Patricio Aylwin y Sergio Onofre Jarpa, y la admisión pública por parte de este del triunfo del No.
Estos recuerdos de momentos “republicanos” me invadieron con ocasión de nuestra reciente elección presidencial. No me cabe duda de que hubo un grupo grande de personas que quedaron tristes y decepcionadas por la derrota experimentada; otros, felices por un triunfo tan claro y avasallador, pero nadie puede haber permanecido indiferente frente a la forma impecable, yo diría casi única en el mundo, en que se llevó a cabo el proceso electoral: a las siete de la tarde, ya sabíamos quién sería el próximo Presidente de Chile, sin ninguna duda, sin ningún cuestionamiento y sin ningún incidente negativo durante toda la jornada.
Pero de verdad, lo que para mí, y para muchos, será un instante inolvidable, fue la conversación por teléfono del Presidente saliente con el Presidente entrante, los cuales no pueden estar en polos más distantes y, sin embargo, ambos transmitieron lo que es la médula de la cultura democrática y la amistad cívica mínima, tan necesaria para que el sistema sobreviva. Así también, tras una campaña virulenta, los candidatos derrotados tuvieron el coraje y la elegancia de visitar al triunfador.
Después de eso, el primer discurso de Kast también fue sorprendente, porque para alguien estigmatizado como autoritario, dogmático, intolerante y rígido, emitió una alocución que iba en sentido completamente contrario a aquello. Llamó a la concordia, al respeto por aquellos que piensan distinto, a intentar buscar aquello que nos une como chilenos, más que a enfatizar las diferencias objetivas que nos dividen; y de llevar a cabo una forma de relación política basada en el respeto de unos con los otros.
Lo importante es que en todas estas instancias democráticas no se requieren meramente símbolos externos, sino que en la realidad, en la práctica, en la experiencia empírica, los actos y conductas deben ser coherentes con el discurso.
Desgraciadamente, hemos tenido muestras del Gobierno que hacen temer un retorno, una vez más, a la política de la confrontación, sin espacios de cooperación. No hay otra forma de interpretar la propuesta legislativa que busca mantener en sus cargos a quienes fueron integrados al aparato del Estado en los últimos dos años, simplemente por afinidad política. Del mismo modo, eliminar la glosa republicana, dejando sin recursos de libre disposición al próximo gobierno, es una medida carente del fair play necesario para que la democracia funcione.