Cuando se espera, se espera receptivamente “algo”, una cosa, en su sentido más amplio, desde un bien cualquiera hasta un hecho tal o cual, cosa que viene a colmar o echar abajo nuestras expectativas, anhelos o inquietudes. Concebida así la vida, ese vaivén constante de espera en espera, puede tornarse —sobre todo cuando las edades ya acumulan sus décadas en nuestros hombros— en fatigosa y plagada de incertidumbre y frustración. Se corre, entonces, el riesgo de desesperar.
En cierta manera a los pueblos y gobernantes les puede ocurrir lo mismo. En esta época, dominada por la premura e impaciencia, se desea poseer de manera inmediata y, en consecuencia, la espera, el quedarse y merodear es solo tiempo perdido. En vez, en la espera ocurren cosas; a veces, las más importantes acaecen en ella. Es un lugar de hallazgos.
El aprendizaje del esperar, en cambio (sobre todo cuando “no fue en balde” sino “valió la pena”), ofrece siempre una señal moral. ¿Es posible, entonces, pensar una espera que no sea la espera de “algo”, de un objeto moldeado según nuestros deseos y que viene a satisfacerlos o frustrarlos? ¿Es posible esperar un don que no sea cosa y, por lo mismo, clausure todas las esperas?
El “adventus” para los antiguos consistía en la preparación de la visita a la ciudad de alguna autoridad importante (un cónsul, un funcionario de alto rango o el emperador mismo). Puede concebirse, pues, como ese período anterior a la “llegada” o “hacerse presente” de ese alguien extraordinario. Era un tiempo de inquietud (había que tener todo limpio y en orden), pero también de celebración y fiesta. Los cristianos adoptaron ese nombre y denominaron “adviento” a esta época del año litúrgico —la que precede a la Navidad—, pues consideran a Cristo como “rey”, cuyo nacimiento, por lo mismo, conviene preparar y celebrar.
El “adviento” vuelca la mirada del hombre hacia el futuro, le pide salir del mero presente y ponerse en contacto confiado con algo improbable que acaecerá. La palabra que cotidianamente se emplea para describir ese talante de ánimo es “esperanza”. La espera y la esperanza —distintas y parientes— tejen nuestro día con los hilos del tiempo futuro. “La esperanza —señala Claudio Magris— no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate”. Así, la biografía de cada cual semeja una aglomeración y sucesión de aquellas, inciertas siempre (salvo la última). Ese devenir denuncia a cada rato nuestra temporalidad y finitud, y nuestra inconmovible inconformidad en aceptarlas.