Una crítica repetida por algunos académicos o intelectuales es que José Antonio Kast “no tiene ideas claras”, que su proyecto serían apenas un conjunto de recetas livianas, una reacción ideológica o un catálogo de posiciones conservadoras. Esa lectura es superficial y, sobre todo, equivocada.
Lo que está en juego en el gobierno de Kast no es una ideología rígida, sino un relato de orden, responsabilidad y sentido de comunidad, que busca responder a una crisis más profunda: la pérdida de confianza entre las personas, en el Estado, en las reglas y en el mérito como principio de justicia social.
El eje central de ese relato es simple pero potente: el Estado vuelve a estar al servicio de las personas y no de sí mismo. Esto se traduce en una idea fuerza que atraviesa toda su propuesta: autoridad legítima para proteger a los ciudadanos, libertad para que las personas desarrollen sus proyectos de vida y un Estado eficaz que cumpla lo esencial sin capturas corporativas ni privilegios. No es una mirada ideológica en abstracto, sino una respuesta práctica a un país cansado del desorden, la impunidad y la burocracia que no resuelve problemas.
Las ideas nacen de la observación de los problemas concretos, del juicio práctico y de una comprensión de la realidad de un país. Un gobierno debe tener ideas claras y coherentes que se expresan en prioridades y políticas públicas concretas. Un líder político traduce ideas en acción, decisiones y conducción.
Kast articula su proyecto sobre algunos atributos claros. Primero, la centralidad de la dignidad de cada persona, entendida no como consigna, sino como exigencia concreta de seguridad, trabajo, acceso a servicios públicos que funcionen y respeto por el esfuerzo.
Segundo, la recuperación del principio de responsabilidad, tanto individual como institucional: derechos que van acompañados de deberes y un Estado que rinde cuentas.
Tercero, la valoración de las comunidades reales —familias, barrios, mundo rural, regiones— frente a una política excesivamente abstraída en élites y discursos identitarios que fragmentan en lugar de unir.
Desde ahí, sí ofrece un relato estructurante: crecimiento económico como condición para la justicia social; orden público como presupuesto de la libertad, y austeridad estatal como forma de respeto a los recursos de todos.
No es casual que su discurso insista en que ganar una elección no es una meta, sino un punto de partida, que “el Estado no es un botín” o en que la corrupción no es solo un problema legal, sino una crisis moral que erosiona la igualdad ante la ley. Ese énfasis conecta con una sensibilidad mayoritaria que percibe que el sistema dejó de ser justo.
Coherente con ese relato y fundado en esas ideas, se propone además un estilo de ejercicio del poder distinto: con calle, sin pedestal y sin burbujas. Un gobierno que entiende que la autoridad no se ejerce desde la distancia ni desde el encierro, sino escuchando, recorriendo el país y tomando decisiones con los pies en la realidad cotidiana de las personas. Gobernar, en esta lógica, no es hablarle al país desde arriba, sino hacerse cargo, estar presente y asumir que la legitimidad se construye día a día en el contacto directo con los problemas reales de los chilenos.
En un tiempo dominado por la polarización y la política de consignas, el relato de Kast busca ir más hondo: propone reconstruir un marco común, donde las diferencias se procesen dentro de reglas claras y donde el bien común vuelva a ser el horizonte. Más que una ideología cerrada, es una narrativa de reconstrucción institucional y moral. Y en un país exhausto de promesas grandilocuentes y resultados escasos, esa profundidad puede ser su mayor fortaleza.
Patricio Dussaillant B.