Camino por Puerto Natales, provincia de Última Esperanza. El nombre de los lugares aquí tiene que ver con situaciones extremas, radicales: seno Obstrucción, Porvenir, Última Esperanza, Puerto del Hambre. El viento, el frío, han empujado a lo largo de los siglos a los seres humanos o a la desesperación o a un nuevo comienzo. La imaginación y el delirio han traído aquí a aventureros, exploradores, renegados que han sembrado estos lugares, estas pampas, o de fracasos o de resurrecciones. “Sólo está la Patagonia para mi inmensa tristeza”, dijo el escritor francés Blaise Cendrars.
Todo aquí es lejanía. Pero también proximidad, presencia. Todo lo que sobra, lo que pesa en nuestras mochilas debemos abandonarlo, no sirve. Solo lo esencial sirve. La fisonomía de este paisaje es una invitación a la desnudez y el despojo. Un guía me comenta que la mayoría de los turistas chilenos, al llegar acá y mirar estas extensiones, estas tierras desamparadas, preguntan, como decepcionados: “¿Y esto era todo?”. Los chilenos no tenemos una relación contemplativa con nuestro paisaje, nos cuesta entender la interpelación metafísica que este nos hace todos los días. Solo los poetas han respondido esas preguntas que las montañas, los ríos, las nieves eternas y el viento no nos dejan de hacer y que solo algunos excepcionales urbanistas, arquitectos, autoridades han traducido en un habitar propio, genuino, que converse y que no distorsione nuestra “loca geografía”.
Chris Jordan es un fotógrafo que llegó de Estados Unidos hace unos años y que decidió que esta aldea del fin del mundo sería su domicilio. Acaba de inaugurar hace unos días una galería en Puerto Natales, donde expone sus fotografías, que son verdaderos poemas, pero no nacidos de su subjetividad personal de artista, sino de la objetividad de una naturaleza que debiera hacernos callar y aprender a mirar de nuevo. Simone Weil expresó una vez este deseo: “Ver un paisaje tal como es cuando no estoy allí”. Las fotografías de Jordan de volcanes del sur, bosques de la selva fría, glaciares, las Torres del Paine, se acercan como pocas fotografías que yo haya visto al deseo de Weil. Para llegar a eso, el fotógrafo ha cultivado la meditación, el silencio, en una cabaña en medio de la nada (una nada que es, en realidad, el Todo), y se ha trabajado a sí mismo para desaparecer, para evitar la tentación de interponerse con piruetas o genialidades visuales entre el paisaje como es cuando no estamos allí y el espectador. La tentación de todo artista occidental. ¿Pero es de verdad posible esa mirada adánica sobre el paisaje? Esa parece ser la utopía de Jordan, hacia allá se dirige. Después de años de hacer fotografías de denuncia sobre la contaminación ambiental, la basura, el plástico (famosa es una foto suya del cadáver de un pájaro lleno de plástico), de pronto sintió que él mismo estaba contaminado de desesperación y de impotencia y rabia por el daño que hemos hecho a este Paraíso que nos fue entregado en concesión. “Cuando me di cuenta del pesimismo apocalíptico que estaba sembrando con mis fotografías de denuncia, decidí dar un giro. Dejé de mirar la pelota donde está la contaminación (hace un gesto con sus manos y la muestra) y mirar lo que rodea esa pelota, que es una realidad mucho más amplia, casi infinita, y decidí fotografiar esa belleza, que nos salva”.
Tal vez aprender a mirar por primera vez esa belleza del mundo y convertirnos en simples mediadores de ella y hacerla ver por muchos sea —a estas alturas— más efectivo que denunciar un apocalipsis que solo trae desesperanza. Chris Jordan ha encontrado aquí, en la Provincia de Última Esperanza, una nueva manera de mirar que ya no es puro mirar, sino ver. La soledad e inocencia de estos glaciares, de estas cumbres, de estos amaneceres que solo se dan al que aprende a desaparecer para volver a ser. Solo el que haga esa ascesis podrá anunciar con Rimbaud: “yo he visto lo que el hombre creyó ver”.