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Editorial
Jueves 18 de diciembre de 2025
EFE y los diaguitas
Se revelan los extremos absurdos a que se ha llegado en estas materias.
La Empresa de Ferrocarriles del Estado (EFE) llegó a un acuerdo con la comunidad diaguita Araya para cederle a esta el usufructo de casi tres hectáreas de terreno para realizar actividades tradicionales. Con ello se busca evitar una consulta indígena que alargaría por años la tramitación del proyecto de extensión del Metro Regional de Valparaíso hasta La Calera. Lo sorprendente es que la comunidad no es originaria de la zona, sino que llegó a esta recién en 1978, casi 100 años después de la línea del ferrocarril, la que usan como eje para ciertos rituales de peregrinación y recolección de hierbas.
El valor de un terreno en la zona no es elevado, por lo que el costo del acuerdo es relativamente bajo. Lo que impacta a la opinión pública es que sea necesario negociar con una comunidad advenediza que recién obtuvo su reconocimiento por la Conadi en 2023, un año después de que el proyecto de EFE ingresara a trámite. En efecto, ¿cómo podría definirse como consuetudinaria —y por ende sujeto de derechos que no poseen los demás ciudadanos— la actividad de quienes llegaron hace menos de medio siglo a una determinada zona?
Es una muestra más del absurdo de un entramado de normas que, aprobadas sin mayor reflexión, pretenden otorgar protección a ciertos grupos sin reparar en su impacto sobre los derechos del resto de las personas y el bienestar de la población en su conjunto, discriminando a los ciudadanos en categorías con distintos tipos de derechos. La Ley Lafkenche —con el potencial de que unas cuantas decenas de personas puedan demandar derechos sobre cientos de miles de hectáreas— es tal vez el ejemplo más emblemático, pero algo parecido ocurre con el mecanismo de consulta indígena, que, por la vía de ampliar ilimitadamente su alcance, está trabando la ejecución de obras como hospitales o mejoramientos viales de primera necesidad para el país. La posibilidad de autodefinirse como indígena y los escasos requisitos para el reconocimiento de comunidades facilitan la multiplicación abusiva de estas, de modo tal que siempre puede aparecer una nueva alegando no haber sido consultada. El efecto es que los proyectos se encarecen tanto por la incertidumbre como por los altos gastos en estudios y el mayor tiempo necesario para desarrollarlos. Esto afecta la productividad, genera conflictos y empobrece al país.
A propósito de ello, es revelador lo que ocurre con el Convenio 169 de la OIT, que establece la obligatoriedad de la consulta indígena y que ha dado lugar a interpretaciones profundamente destructivas para nuestra economía y el desarrollo de las personas: la lista oficial de la OIT muestra que solo 24 naciones —en su gran gran mayoría latinoamericanas, más algunas europeas y de otros continentes— lo han ratificado. En cambio, no lo han hecho más de 150 países, incluyendo algunos altamente reconocidos por la protección de sus pueblos originarios, como Australia, Canadá, Finlandia y Nueva Zelandia. Por cierto, tampoco lo han ratificado Cuba, Rusia y China.
Hay formas de proteger los derechos de la población originaria que no admiten su uso oportunista. Esta es una de las tareas del próximo gobierno: reformar las actuales normativas de modo tal que ya no sea posible abusar de ellas para beneficio de unos pocos o para avanzar en determinadas agendas políticas.