Nunca he sido optimista acerca de la suerte del liberalismo en Chile, partiendo por el siglo XIX. En este tuvimos algunas figuras liberales descollantes, pero con casi todas en el exilio, y lo que hubo fue un autoritarismo de gente rica con preocupación muy preferente por los patrimonios que se conseguía formar e ir incrementando. Carente por cierto de nobleza, ese siglo tampoco tuvo aristocracia, sino solo algunos ricos y poderosos.
Y en cuanto ahora al siglo XX, ¿cómo no sonreír con abierta desconfianza ante tantos que se declaraban liberales y aceptaban cargos de ministro, embajador y otros relevantes en una dictadura militar que se prolongó casi veinte años y que en 1988 quisieron transformar en una “democracia protegida”, o sea, aún más severamente limitada que la que recuperamos en 1990? Recuerdo una entrevista en que Darío Oses afirmó que en Chile la figura de Martín Rivas se había impuesto sobre la de Francisco Bilbao, o sea, el acomodo y un calculado ascenso social por sobre la discrepancia, la rebeldía e incluso la propia libertad.
Son muchos los que hoy en la derecha siguen declarándose liberales, pero sin que haya ninguna o solo una muy débil correspondencia con sus biografías, actuaciones políticas y decisiones electorales. El propio socialcristianismo, al menos en lo que fueron sus famosas encíclicas papales, hizo siempre fuertes críticas al liberalismo. Más recientemente, Ratzinger afirmó en varias ocasiones que entre los “males de nuestro tiempo”, además del liberalismo, se incluían el ateísmo, el socialismo, el hedonismo, el relativismo, el materialismo, y cualquier cosa que no encajara en la doctrina de la fe. Todo en un mismo saco en el que el expontífice dejó caer las que consideraba feas palabras e inclinaciones y preferencias indebidas y hasta perversas de la mente humana.
En Chile, el liberalismo ha sido visto siempre como una planta exótica, cuando no tóxica, y ciertamente muy escasa. Debe ser porque el liberalismo es una doctrina compleja —a la vez política, moral y económica—, además de que, según los énfasis del caso, ha dado lugar, tanto en la teoría como en la práctica, a distintos liberalismos. En todo caso, el candidato ahora triunfante abrazó hace ya tiempo la vertiente conservadora y preconciliar, y es ingenuo pensar que quienes no lo apoyaron en la primera vuelta vayan ahora a discrepar de los dogmas morales y religiosos que sinceró en su trayectoria política, salvo en la más reciente campaña, donde jugó hábilmente la carta de no decir lo que siempre ha pensado. Por lo mismo, no resulta sorprendente que muchos autoproclamados liberales hayan corrido a refugiarse ahora en una derecha que nada tiene de liberal. Si así viene la mano, lo que tendremos será un gobierno iliberal, cuyos límites solo podrá ponérselos el imprevisible Congreso Nacional, esa institución que, según se ha dicho, “no tiene tanta importancia”. Muchos de los llamados “cómplices pasivos”, que fueron menos pasivos de lo que parecían, se han activado ahora en favor de la causa iliberal.
Quizás todo el liberalismo que podamos esperar en los próximos cuatro años sea lo que Judith Shklar llamó “liberalismo del miedo”, es decir, aquel que se limita a oponer resistencia a la crueldad y otros daños mayores que podrían provenir del poder político, económico, militar, policial o eclesiástico. Lo que podríamos conseguir, en el mejor de los casos, sería ese liberalismo pasivo, mínimo y resignado, en espera de uno más amplio y comprometido con la “eliminación de las formas y grados de desigualdad social que expone a las personas a prácticas opresoras”.