La victoria de José Antonio Kast en segunda vuelta con más del 58% de los votos no es un accidente histórico ni un rapto de nostalgia conservadora. Es la consecuencia directa de una señal política que los chilenos vienen enviando hace tiempo: que hay una sólida mayoría que desea que el país vuelva al modelo liberal y desregulado que le permitió a Chile crecer a ritmos casi asiáticos, reducir la pobreza de manera dramática y contener la desigualdad hasta 2013. Ese país existió, funcionó y mejoró la vida de millones de personas.
Esa ciudadanía que lo recuerda y lo quiere de vuelta puede suponer hasta el 70% de los votos, el porcentaje que sumaron en la primera vuelta los candidatos que aceptan el libre mercado y la modernización. Por lo tanto, no es totalmente cierto que la fuerza detrás de la victoria de Kast sea únicamente fruto de los desaciertos de Boric. El voto obligatorio, que ha empujado a que hable la mayoría silenciosa, también cuenta.
Este veredicto deja en evidencia la paranoia intelectual que se instaló en Chile a partir de 2011 y que cristalizó en “El otro modelo”, la obra convertida en hoja de ruta por Fernando Atria, Javier Couso y Alfredo Joignant. Su diagnóstico —que el progreso chileno era un espejismo sostenido por una Constitución ilegítima, un capitalismo abusivo y una democracia insuficiente— condujo a un experimento político que hoy solo puede describirse como un callejón sin salida.
Quince años después, el país convive con bajo crecimiento, inversión desplomada, sobrerregulación asfixiante y una permisología capaz de ahuyentar al más pintado. La realidad es testaruda: desarmar un modelo que funcionaba y que se iba corrigiendo virtuosamente no nos hizo más justos, sino mucho más mediocres.
Pero la decadencia no se explica solo por las malas ideas económicas. La otra falla estructural —poco discutida, pero decisiva— fue la reforma electoral que demolió el sistema binominal y el abuso de la falsa noción de que Chile es un sistema donde el Presidente tiene poderes omnímodos.
Durante años, politólogos habituados al laboratorio confundieron revitalizar la democracia con dinamitar las normas que garantizaban la gobernabilidad. Pensaron que así la política recuperaría prestigio social. El resultado está a la vista: hoy tenemos 18 partidos (más los independientes) representados en el Congreso, muchos sin militancia real, sin identidad política y sin otra función que recaudar votos y asignaciones.
Un legislador puede obtener un escaño con el 3% de los sufragios, lo que significa que representa a casi nadie y negocia en nombre de todos. Es la institucionalización del micro partido-empresa: estructuras creadas para obtener financiamiento, no para articular proyectos de país.
Este ecosistema político fragmentado hace casi imposible construir mayorías estables, y convierte cada reforma en un mercado persa donde el Ejecutivo debe pagar peajes a grupos irrelevantes. Gobernar así es muy difícil; gobernar bien, sencillamente imposible.
La elección de José Antonio Kast abre una ventana para corregir este extravío. Pero no se puede volver atrás en la historia. No se trata de restaurar un pasado idealizado ni de negar que el país ha cambiado, pero sí de recuperar los elementos centrales que hicieron posibles tres décadas de prosperidad compartida: un modelo económico abierto, fiscalmente responsable y que ponga la competencia como eje; y un sistema electoral que obligaba a entenderse, no a actuar díscolamente. El binominal no era un capricho autoritario, sino un mecanismo que evitaba la balcanización partidista que hoy padecemos.
Chile habló. Y habló fuerte. Dijo que quiere orden, crecimiento y reglas claras. Que quiere instituciones que funcionen y un Estado que acompañe, no que estorbe o absorba. Que quiere volver a ser el país que admiraba el mundo, no el experimento fallido que nos impusieron élites equivocadas y cobardes.
El desafío ahora es escuchar ese mandato y actuar en consecuencia. Lo que está en juego no es la derecha ni la izquierda: es la posibilidad de que Chile vuelva a encaminarse hacia el desarrollo en vez de seguir perdiendo el tiempo en laberintos ideológicos y reformas que nos empobrecen. El país quiere volver a ser Chile. Añora la prosperidad que generaba el denostado “modelo” y la estabilidad que brindaba el binominal. El Gobierno que acaba de ser electo tiene la oportunidad —y la obligación histórica— de hacer que eso ocurra.