Por fin. Fue un ciclo electoral agotador, pero terminó. Aunque no faltaron momentos de tensión, el país siguió funcionando. Chapeau para nuestras vituperadas instituciones.
Ganó Kast, como se preveía. Nadie lo objetó. Recibió de inmediato los saludos y buenos augurios de todos los bandos. La derrota del oficialismo fue severa, mas no humillante. Mantuvo un contingente significativo de congresistas y alcaldes, que se suma a su influencia en la sociedad civil. La democracia volvió a hacer su trabajo.
Kast y Jara, situados en el papel en dos extremos ideológicos, terminaron moviéndose hacia el centro. El primero dejó en el congelador su agenda valórica y moderó posturas emblemáticas; la segunda se distanció del canon tradicional de su partido, defendió la empresa privada y el crecimiento, y endureció su posición frente a inmigración y delincuencia.
La democracia obliga a sus actores a transformarse. Da lo mismo si el cambio nace de la convicción o de la necesidad: en política —como en la vida— uno acaba siendo lo que hace. De ahí que, en el tramo final de la campaña, las diferencias resultaran cada vez más esquivas. Tras ensayar y desechar varios caminos rupturistas, la ciudadanía salió a buscar algo distinto: un equilibrio nuevo, menos ruidoso y más respirable.
Pero la moderación de las propuestas chocó con la aspereza de los debates. Se dijeron cosas hirientes. Se trataron como caricaturas más que como adversarios. Desde Jara, abajo en las encuestas, esto tenía cierta lógica. Desde Kast, con el triunfo asegurado, cuesta entenderlo.
Fue un proceso planificado, casi clínico. Exprimió cada flanco: los indultos, los convenios, Monsalve, la delincuencia, la inmigración, las listas de espera, las tomas, la burocracia estatal, el bajo crecimiento. Atribuyó a la llegada de Boric a La Moneda la totalidad de los males de Chile. Un enemigo total. Lo que le permitió, de paso, presentarse como el depositario de la misión de salvar al país de una crisis apocalíptica.
Cuando a un actor se le cargan todas las culpas, se siembra un antagonismo que puede derivar en un conflicto sin retorno. El desprecio, como la agresividad, acaba generando su reflejo. Romper ese mecanismo exige no perseverar en la lógica del enemigo que la propia campaña contribuyó a instalar. Por eso fueron tan valiosas las palabras del Presidente Boric y de la candidata Jara el domingo: no dejaron asomar un gramo de rencor. También lo fueron, por cierto, las del Presidente electo Kast.
Pero aún hay heridas que urge tratar. Para ello, el nuevo Presidente necesita otro libreto: terminar con la culpabilización fácil, admitir que los problemas del país vienen de lejos y no tienen solución rápida, evitar caricaturas y mostrar comprensión y misericordia hacia los errores de quienes lo precedieron —errores de los que él tampoco estará exento—. En suma, fomentar un clima donde las diferencias no se tramiten como humillaciones. No hay otra manera de lograr los acuerdos con el Congreso, como los que anunció; ni de obtener las indulgencias de una sociedad impaciente, ni de moderar expectativas para evitar el desenlace de Piñera II.
Esperar al 11 de marzo sería tarde. Hay que actuar ahora, antes de que las pasiones se cristalicen. La conversación telefónica con el Presidente Boric, y luego el encuentro para recoger su experiencia y colaborar en un buen cierre de su administración, fueron gestos muy sanadores. Chile espera más gestos así: simples, difíciles, elocuentes.
Lo más potente de la tradición cristiana es su llamado a tratar al enemigo como hermano, para que pueda llegar a serlo: esa confianza casi ciega en el poder de la bondad y la misericordia. El padre no espera a que el hijo pródigo se ordene para recibirlo; lo abraza primero, para abrirle la posibilidad de cambiar. “Los pecadores no son amados porque sean bellos —escribió Lutero—; se vuelven bellos porque son amados”.
Esto es lo que Chile exige de sus líderes hoy, sin excepciones.