En estos días en que se descree del Poder Judicial, hay hechos que avivan la confianza en él.
Uno de ellos es la sentencia de primera instancia (desde luego, puede ser modificada, pero eso no aminora su importancia simbólica) en la que se ordena al Estado indemnizar a los dueños de la ex Fuente Alemana. Como se recuerda, ese local fue vandalizado una y otra vez en octubre del 19 y los meses que le siguieron, con tal regularidad que parecía un trámite.
Y la justicia de primera instancia acaba de hacer responsable al Estado.
Pero —se dirá— ¿acaso no fueron quienes protestaban semanalmente los responsables, aquellos a cuya conducta se debe que ese negocio y otros de las cercanías se vieran obligados a defenderse con la fuerza o a cerrar? Es cierto. Pero se puede ser responsable por acción (este es el caso de quienes apedreaban, incendiaban, escupían y rayaban) o por omisión. Esto último ocurre cuando no se hace lo que se debía hacer, cuando se omite el cumplimiento de un deber y como consecuencia de ello acaece un daño.
Y ocurre —suele olvidarse y esta sentencia nos lo recuerda— que el Estado tiene el deber de evitar que la fuerza o la violencia se enseñoreen de la vida social. Y para eso, paradójicamente, dispone del monopolio de la fuerza, el que no puede aceptar le sea, ni siquiera por momentos, arrebatado. Si el Estado omite cumplir ese deber, si en vez de impedir que la fuerza se ejerza en la vida social la tolera o, en los hechos, la permite, si deja a los ciudadanos a solas y los condena a defenderse con sus manos o a resignarse a la coacción que otro ejerce sobre él, entonces el Estado es el responsable de lo que, como consecuencia de su inacción o incapacidad, se produzca. Las sociedades inventaron el Estado en la forma en que hoy lo conocemos (no es tan viejo, como lo prueba que la palabra que lo designa aparece por vez primera en Maquiavelo, lo stato) para evitar que el miedo al otro inundara la vida social. Por eso, si el Estado se resigna a que los particulares empleen la fuerza, entonces abdica de la función específica que le corresponde y pierde toda su legitimidad.
Por eso, este fallo que hace responsable al Estado de lo que ocurrió a ese negocio en octubre y en los meses que le siguieron es toda una lección que recuerda de qué se trata el Estado. El Estado puede fallar en sus funciones distributivas e incluso puede ser ineficiente en algunos servicios; pero lo que no puede ocurrir es que deje de ser lo que es. Y lo que es depende de la capacidad que tenga de monopolizar la fuerza, que es, como recuerda Weber, su medio específico.
La lección de este fallo (hay otros que establecen la responsabilidad del Estado, por supuesto, pero este es paradigmático por los hechos que lo motivan) posee una amplia repercusión y enseña que lo que ocurre en zonas de La Araucanía, o en los barrios periféricos de Santiago, o en los colegios emblemáticos, y que daña a agricultores o empresas, a pobladores o a estudiantes, debiera acarrear, bien mirado, la responsabilidad estatal.
Y no solo política.
Y es que el Estado no existe para explicar sociológica o políticamente el origen de la violencia, ni para condenarla moralmente, ni para que sus autoridades entrenen su locuacidad en los noticieros cada vez que la violencia se constata. Existe para espantarla de la vida social, por la vía de monopolizarla y, si es necesario, ejercerla homeopáticamente.
Carlos Peña