En una fotografía aparece Claude Monet, ya anciano, avanzando lentamente por un sendero rodeado de flores y árboles. Es Giverny y es primavera. Su página oficial lo define como pintor y jardinero. En la foto logro reconocer algunas plantas, sobre todo abundantes rosas y peonías. Como todo buen jardín, las especies crecen a distintas alturas y van formando un tapiz blando y colorido que lo ampara desde los pies a la cabeza. El sendero da un pequeño giro bordeado por tomillo o artemisa plomiza que abraza y delinea los parterres. Le tomó 40 años dejarlo en el estado aproximado —un jardín nunca deja de evolucionar— en que se lo puede visitar hasta hoy. En un video, en vez de la serenidad de la foto, veo la tumultuosa romería de turistas en Giverny, especialmente en su primavera.
Sé que un jardín bien logrado tiene encantos durante todas las estaciones del año, pero el jardín de mi infancia, el jardín por el que ahora paseo, se despliega en todo su esplendor en primavera. El año parece coronarse en este momento en que todas las flores, arbustos y árboles se visten con sus mejores galas. Cuánta alegría salvadora guarda la memoria y la actualidad de este lugar, en esta época y ciertas horas ligadas a este espacio, como si él trajera y reservara concentrada toda la luz y la poca felicidad de la vida.
El jardín de la casa de mis abuelos empezó a edificarse en 1936. En una foto de ese año aparece mi nonno con su perro buldog “Taki” y atrás un paisaje desolado y una tierra pelada donde hoy crecen los árboles, las flores y los arbustos. Este jardín es obra más de jardineras que de jardineros: mi nonna Magdalena, mi mamá Olga y mi hermana Magdalena. Ellas lo fueron moldeando, señalando sus caminos, seleccionando sus flores, regando, plantando, podando, vigilando. Hay mucho que ha cambiado, pero lo esencial permanece, una identidad común que atraviesa generaciones.
De las profesiones que me gustaría haber oficiado en la vida, quizás la que hubiese preferido es, precisamente, la de jardinero. Me seduce esa insuperable mezcla de belleza, cuerpo, naturaleza y espiritualidad que un jardín puede ofrecer a quien pone su corazón en él.
Según una tradición persa, los jardines son pequeños paraísos, miniaturas en las que el alma proyecta su anhelo de una inmortalidad feliz. Por eso, tal vez sea cierto que Monet dijera que su jardín era la mayor obra de arte que había hecho.