Resulta sorprendente el tono de contención que domina la campaña presidencial. Estamos a años luz de la espectacularidad y el dramatismo que caracterizan la política en buena parte de la región —y ni hablar de Estados Unidos o España—. Los debates, por ejemplo, transcurren sin gritos ni agresiones, siguiendo un estilo más escandinavo que tropical.
Si se deja de lado a Artés, que aporta una cuota de folclor, y a la emergente figura de Kaiser, de gestualidad casi mussoliniana, los candidatos se presentan como gestores más que como profetas, como administradores de medidas urgentes más que como portadores de una utopía. Esto marca un contraste con la elección anterior, en 2021. No hay sueños redentores —ni sepultar el neoliberalismo ni refundar la sociedad desde la familia—; de hecho, parece no haber nada realmente vital en juego, y hasta cuesta encontrar las diferencias.
Las preferencias del electorado se definirán más por las identidades que encarnan sus propuestas —género, origen social, referentes culturales, biografías, ideologías— que por su contenido mismo, que las sitúa muy lejos de la borrachera que fue el proceso constitucional.
El discurso del miedo y de la mano dura frente al crimen y la inmigración ha perdido eficacia, en parte por desgaste y en parte porque todos lo han incorporado. Lo mismo ocurre con la promesa de eficiencia estatal y crecimiento económico. Hasta la austeridad fiscal se ha vuelto un bien de emulación.
Quizás la afirmación resulte incómoda —tanto para sus partidarios más fieles como para sus adversarios más vociferantes—, pero el curso pacífico y moderado que han tomado estas elecciones es, probablemente, el mayor legado del Presidente Boric. Para consolidarlo, sin embargo, deberá evitar que el Gobierno se le escape de las manos en lo que resta hasta el próximo 11 de marzo.
En su recta final, lo que más amenaza a los gobiernos no son los ataques externos, sino la dispersión interna. Los equipos comienzan a pensar en su futuro. Se relaja la atención y la disciplina. Los errores se acentúan, se esconden o se minimizan, y las decisiones se postergan.
El único que puede detener esta deriva es el Presidente. Por lo mismo, no debe distraerse imaginando su lugar en la historia —ya tendrá tiempo de sobra para eso—. Debe mantener a tope la exigencia sobre la administración para que actúe con responsabilidad y prolijidad hasta el último día. Son los hechos últimos los que tiñen los recuerdos. Por eso, cuidado al último cuarto de milla.
La contienda electoral no está cerrada, ni siquiera en primera vuelta; y como en el fútbol, lo que viene después es otra historia.
La centroizquierda ha reencontrado con Jara su unidad y su conexión con el mundo popular. Esto podría darle el triunfo el 16 de noviembre, pero luego viene lo más difícil. Tendrá que desplegar una gran habilidad para, en pocos días, configurar un arco de fuerzas que le dé la mayoría. Eso pasa, entre otras cosas, por evitar a toda costa que el balotaje se convierta en un plebiscito sobre el gobierno actual.
Kast, Matthei o Kaiser, por el lado de las derechas, navegan a favor de una corriente vasta y profunda en el plano cultural. En lo político y en lo humano, sin embargo, está muy fracturada. Tendrán pocas horas para curar heridas y construir un frente común. Su carácter moderado o polarizador dependerá de quién gane y por cuánto, así como de quién resulte tercero. De ahí lo absurdo de los llamados al “voto útil”. El voto no sirve solo para apostar al ganador —como creen algunos—, sino para influir en la correlación futura de fuerzas. El “rational choice” electoral es una superstición racionalista aplicada a un territorio gobernado por pasiones. La sociedad chilena, por un camino que nadie previó, ha impuesto a la campaña presidencial una inusual sensatez. Nadie promete revoluciones ni refundaciones; se escucha más prosa que verso. En tiempos de tanta crispación, es una reconfortante rareza.