Si un extraterrestre pudiese observar la actual escena electoral, no podría sino sorprenderse al ver que —teniendo la derecha una evidente mayoría de las preferencias ciudadanas e imperando un clima muy propicio a sus postulados (ley, orden, seguridad, crecimiento, empleo)— ella no haya sido capaz de generar una coalición lo suficientemente amplia como para ganar en primera vuelta contra una candidata perteneciente al Partido Comunista. Ahora, tendría que ser un marciano conocedor de la historia y de los postulados permanentes del comunismo, para dimensionar el riesgo que puede significar un gobierno encabezado por una militante del más fiel y ortodoxo partido comunista de Occidente. Y así, sabría que el partido comunista universal siempre ha sido totalitario y el chileno jamás ha sido partidario de la democracia liberal, porque “es un instrumento burgués” para mantener a las mayorías en la opresión; no cree en la economía de mercado, porque su objetivo es destruir el capitalismo; y tampoco defiende los derechos y libertades individuales y el pluralismo, porque aboga por la dictadura del proletariado. Se cree que no hay peligro, porque en segunda vuelta no habría ninguna posibilidad de que la candidata del oficialismo pudiese ganar. Discrepo y me pregunto: si el Presidente Boric, con un programa mucho más radical y habiendo tenido apenas 25,82% de la votación en primera vuelta, pudo obtener una mayoría aplastante (55,87%) contra José Antonio Kast en el balotaje, ¿por qué no podría la comunista Jeannette Jara, con su encanto y simpatía, y aparentemente una blanca paloma, representante de la “socialdemocracia”, no dar un golpe a la cátedra también? Tal vez improbable pero, como todo en política, no imposible.
De hecho, la historia de las divisiones de la derecha chilena ha sido un factor recurrente que ha debilitado sus capacidades de articular alianzas estables, perdiendo de este modo oportunidades de acceder al gobierno. Discrepo de quienes atribuyen esta división exclusivamente a caprichos y ambiciones personales. La verdad es que entre las candidaturas actuales hay mucho en común y mucho también que las diferencia. Y así ha sido casi siempre, al menos en el siglo XX.
En 1946, la derecha atravesaba por un momento marcado por la pérdida de su hegemonía histórica frente al avance de los partidos de centro e izquierda, unidos desde 1938 en el Frente Popular, y enfrentaba además un contexto de polarización cuando la Guerra Fría comenzaba. Nada de ello fue óbice para evitar un quiebre entre conservadores y liberales, el cual significó su derrota electoral a pesar de ser mayoría en el país.
Ahora bien, las diferencias no eran solo personales o estratégicas, sino también ideológicas, reflejando dos maneras distintas de concebir el rol de la derecha chilena. Los liberales representaban una derecha más tecnocrática, laica y republicana, menos ligada al mundo eclesiástico o rural, mientras los conservadores conformaban una derecha más tradicionalista, socialcristiana, corporativista y rural, alineada con sectores eclesiásticos.
Desde entonces, siempre ha habido diferencias ideológicas, sensibilidades distintas, una relación desigual con el poder y la autoridad, diferentes concepciones respecto a los límites del poder, incluso a la amplitud que debe tener la acción del Estado, retóricas distintas, simpatías internacionales en ocasiones enfrentadas, e incluso, visiones distintas respecto a la esencia de la democracia. Lo que las une frente a la izquierda, sin embargo, es mucho más.
Por eso, en política, en aras de un bien mayor e incluso de un mal menor, hay que rehuir visiones dogmáticas propias de las religiones, y convivir con la ausencia de unanimidad y buscar puntos de encuentro en torno a lo esencial: democracia, progreso y libertad.