Votar es un derecho, y no cualquiera, sino un derecho fundamental. Un derecho político que, a diferencia de otros también fundamentales, tiene por finalidad no limitar el poder, sino participar en este mediante elecciones periódicas de representantes.
Pero ese y otros derechos pueden constituir también un deber, como es claro en el de sufragio, y, asimismo —por poner otro ejemplo—, el derecho a asistir a clases de los estudiantes y el deber de hacerlo. Se puede ser partidario del voto voluntario, aunque la obligatoriedad de este no debería sorprender negativamente a nadie que, siendo titular de derechos que se ejercen en sociedad, reconoce también la existencia de deberes en ese mismo ámbito.
En toda elección de representantes políticos, ese derecho se ejerce dirigiéndose ordenadamente a un local de votación, haciendo la fila, identificándose ante la mesa respectiva, y cumpliendo de ese modo con algo que es más que un mero trámite. Por supuesto que la democracia no consiste solo en votar en las elecciones, sino en el cumplimiento de otras varias reglas (yo cuento 18) concernientes a esa forma de gobierno. Una forma de gobierno que permite acceder al poder mediante el voto, pero que regula también el ejercicio de aquel, su división, su conservación, su incremento, y su recuperación cuando se lo hubiere perdido.
El voto es también libre. Libre y secreto. Por quién se vota es una decisión que cada ciudadano adopta sin más presión que la de su propia conciencia, y aunque no sea lo habitual, es posible votar en blanco, es decir, no marcar ninguna preferencia y expresar de esa manera que, en parecer del votante, ninguno de los candidatos reúne las condiciones para el cargo de que se trate. La oferta electoral impresa en el voto, conocida y meditada desde antes, puede ser tan mala o quedar tan fuera de las ideas y preferencias de un ciudadano, que el votante no tenga más alternativa que, cumpliendo con su deber de votar, sin abstenerse, entregue su voto en blanco. También de ese modo se actúa en conciencia y no puede ser acusado de no cumplir con la obligatoriedad del voto. Por eso es que en cada elección democrática los votos en blanco se toman en cuenta, esto es, se escrutan como tales, se registran y se informan públicamente.
Algunos de esos votantes, decepcionados con los nombres que figuran en el voto —con los nombres y con lo que cada uno de estos representa—, optan por votar por el “mal menor”, o sea, por un mal candidato que solo es peor que los demás, o dan el argumento del llamado “voto útil”, esto es, votar por un candidato solo para evitar que otro peor resulte elegido. Legítimo, sin duda, pero ese voto tiene algo que se parece mucho a un chantaje o, mejor, autochantaje.
El voto en blanco es expresivo de una convicción y de la voluntad de quien concurre a votar —rechazo la oferta de candidatos que hay sobre la mesa—, y tampoco parece recomendable el argumento de que alguno de los candidatos tiene forzosamente que ganar, puesto que una elección de representantes no tiene nada que ver con la manera en que se elige un competidor en la próxima carrera del hipódromo. De acuerdo, alguno va a ganar en una elección, pero sin el apoyo ni la colaboración de un candidato falto de méritos, de representatividad o de carácter para ocupar un determinado cargo público.
Entonces, hay que ir a votar. ¿Cómo? Cada cual dirá. Hacerlo en blanco es una forma clara, pacífica y silenciosa de protestar.