Hoy, hace veinte años, el Papa Benedicto XVI canonizaba a Alberto Hurtado. Al hacerlo, señalaba que el nuevo santo chileno fue un hombre que se dejó conquistar por Cristo, se identificó con ese amor apasionado por los más desposeídos y se transformó en un verdadero contemplativo en la acción.
Alberto Hurtado falleció en 1952. Son incontables las instituciones educativas y sociales que hoy llevan su nombre: calles y plazas, capillas, parroquias y agrupaciones de la sociedad civil. Para muchas generaciones de chilenos y chilenas —y también más allá de nuestras fronteras— el Padre Hurtado ha sido fuente de admiración, devoción e inspiración. Quizás porque supo hablarle al alma de Chile.
En un país donde solo era visible una parte pequeña de la población, el Padre Hurtado hizo de la miseria un asunto visible, le puso rostro e interpeló la responsabilidad que la sociedad, especialmente los creyentes católicos, tenía ante esa bofetada permanente al rostro mismo de Cristo. “Nosotros podemos multiplicarnos cuanto queramos, pero no podemos dar abasto a tanta obra de caridad... No tenemos bastante pan para los pobres, ni bastantes vestidos para los cesantes, ni bastante tiempo para todas las diligencias que hay que hacer… Nuestra misericordia no basta, porque este mundo está basado sobre la injusticia”.
Como un “tábano de Atenas” del siglo XX, aprovechó toda oportunidad para hablar de justicia social, cuestionando una concepción estrecha de justicia, y para decirle al mundo católico —en plena consonancia con la doctrina social que la Iglesia venía desarrollando— que en la pobreza y la miseria Cristo mismo sufre, pues nosotros somos su Cuerpo, todos nosotros, especialmente aquellos que menos vemos.
Y su palabra fue eficaz, pues predicó con el ejemplo: con su tiempo, desvelos, conferencias, escritos, proyectos y reuniones a todo nivel. Lo tradujo en obras concretas, bien organizadas y gestionadas, con un ingenio, capacidad de innovación, determinación y confianza en la Providencia que atrajeron y transformaron la vida a cientos de personas que pusieron su tiempo y talento al servicio de la Iglesia, el país, y especialmente los más pobres.
En el fondo, al ayudarnos a abrir los ojos y destapar los oídos, al remecernos para despertar del letargo, nos descentró. Nos hizo mirar más allá, no solo más lejos, sino más profundo. Nos permitió mirar el alma de Chile.
Hay mujeres y hombres en nuestra historia que nos permiten tocar lo más verdadero de lo que somos como nación y lo más hondo de nuestra vocación común. Nos hace bien recordar y celebrar si no queremos que el paso de los años y las décadas haga su trabajo inevitable de difuminación y olvido. Nos hace bien hablar de nuestra “alma común”: de aquello que nos une, de los dolores que tenemos, aunque no los queramos ver; de lo que podemos hacer juntos si nos atrevemos a releer esos mensajes antiguos y siempre actuales que nos remecen y nos sacan de nuestro metro cuadrado de interés, devolviéndonos la convicción del destino común.
Gabriela Mistral, a quien de tantas maneras hemos conmemorado este año con ocasión de los 80 años de su Nobel de Literatura, escribió con ocasión de la muerte del Padre Hurtado. En esas líneas condensó lo que la vida y muerte de este hombre santo interpela en las nuestras: hacer que sus anhelos, sus trabajos, su ingenio y su sonrisa sigan vivos y empujen nuestras vidas a amar y servir más: “Duerma el que mucho trabajó. No durmamos nosotros, no como grandes deudores huidizos que no vuelven la cara hacia lo que nos rodea, nos ciñe y nos urge casi como un grito. Sí, duerma dulcemente él, trotador de la diestra extendida, y golpee con ella a nuestros corazones para sacarnos del colapso cuando nos volvamos sordos y ciegos”.
Cristián del Campo SJ
Rector Universidad Alberto Hurtado