Como en una buena novela de Vargas Llosa, en el Congreso de la Lengua de Arequipa hubo pasiones y desencuentros. Entre conferencias, encuentros en las picanterías con chicha de guiñapo —muy rica— y bajo la sombra del volcán Misti, se conversó sobre el español en Estados Unidos, la IA y el continuo mestizaje de palabras en nuestro idioma, con términos que se intercambian entre distintas zonas de Hispanoamérica (ahora los jóvenes chilenos hablan de “flipar” y los españoles de “chévere”).
El encuentro movilizó a miles de personas y planteó temas sugerentes. Daba gusto ver, al atardecer, la iluminada plaza de Arequipa, rodeada por portales de piedra blanca y por la gran catedral. Centenares de animados arequipeños se reunían allí para escuchar los conciertos populares que formaron parte del encuentro.
Cierto, no corrió sangre ni hubo una guerra —aunque hay una clara inestabilidad política de Perú—, pero se notaba tensión entre las autoridades del Instituto Cervantes y la Real Academia Española, entidades vinculadas al resguardo y promoción de la lengua española. Una nació en 1991, la otra en 1713. Una es del Estado, la otra es autónoma. Su pugna —que para muchos, tiene ribetes políticos y esconde “intentos de control”— es un conflicto más bien español, pero nos enseña algunas lecciones.
La polarización política que vive hoy nuestra sociedad encuentra un ámbito muy fértil en el campo cultural. Es cierto, la cultura siempre ha tenido elementos políticos, pero a veces se llega a extremos que dañan iniciativas que debieran ser transversales, lo que implica una pérdida para todos los ciudadanos.
En el caso chileno, hemos vivido una gran presencia de la política en muchas iniciativas culturales: exposiciones, fondos, actos públicos. Ojo con eso, sobre todo si los presupuestos para la cultura aumentan. A la larga, muchas de estas acciones dejan poco. En cambio, las propuestas que cruzan gobiernos de diferente signo suelen ser más robustas. Un ejemplo es el Palacio Pereira, que de ser una ruina pasó a ser un estupendo edificio, que recibe a los ciudadanos con dignidad, salas de exposiciones y espacios hermosos. Ojalá la gran sala del GAM siga la misma suerte y se termine de una vez por todas en el próximo gobierno.
En el congreso se habló bastante del “derecho de los ciudadanos a la comprensión” y de la necesidad de un “lenguaje claro” por parte del Estado. Eso aplica a distintas instituciones, entre ellas las instancias culturales estatales. El lenguaje oscuro —y muchas veces con retórica política, oculta entre palabras enredadas— no ayuda a que las personas se acerquen a la cultura.
Como me comentó David Rieff en una entrevista, más que un lenguaje, esta forma de expresión es una “liturgia” para un grupo de iniciados, que además suele tapar con términos rebuscados la ignorancia o el activismo. “Con todos y para todos”, dijo el escritor Javier Cercas en el Congreso de la Lengua. Ojalá se avance en esa dirección en nuestra institucionalidad y autoridades culturales. Y adiós Arequipa, ciudad blanca, tierra de narradores, de volcanes y de sabrosos rocotos.