Han pasado seis años. Y el recuerdo todavía estremece.
Han pasado seis años y todavía no sabemos quién quemó el Metro.
La perspectiva del tiempo, sin embargo, da cuenta de un enigma aún mayor: ¿qué hizo empatizar a un número significativo de chilenos con la barbarie?
Porque el millón de personas no salió a protestar —como debería haber sido esperable— para que volviera la seguridad en el país ni para defender al Metro. El millón de personas (y muchos más en regiones) salió a validar la violencia de esos días. Y es eso lo que complejiza todo.
Explicaciones simplistas se dieron de lado y lado. Y se siguen dando. Algunos culparon a los matinales y a Maduro. Otros, al neoliberalismo. Los primeros sindicaron el origen a la falta de crecimiento. Los segundos, a la desigualdad.
Y del simplismo a lo culposo. Semanas y semanas de la gente haciendo actos de contrición. Empresarios que anunciaron que subirían los sueldos. Que no era tan malo fijar algunos precios.
Mientras tanto los saqueos, las iglesias quemadas, los “baila pasa”, micros ardiendo y las calles entregadas al lumpen.
Carabineros sindicados como asesinos. Un Partido Comunista pidiendo la renuncia de Piñera. Un Presidente acusado de crímenes de lesa humanidad.
Los antiguos griegos tenían dos palabras para referirse al “pueblo”: “demos” (los ciudadanos) y “ojlos” (la muchedumbre). Advierte Platón que el riesgo de una democracia es que el demos se degrade y se transforme en ojlos. Y la paradoja es que son los mismos. Los ciudadanos convertidos en muchedumbre. La señora, que es una buena abuela, y pasa a llevarse el plasma de la tienda La Polar violentada.
Y eso es parte de lo que vimos. Y es parte de lo que queda en la retina.
Seis años después del “Chile despertó”, el país parece más bien somnoliento, cansado. Nadie volvió a hablar de la “plaza dignidad”. La épica del 18 de octubre se marchitó, y lo que quedó no es precisamente la nueva Constitución ni la igualdad prometida… sino un país más pobre, más polarizado y, paradójicamente, mucho más conservador.
Algunos advierten que “el malestar está ahí”, amenazando veladamente con que en cualquier momento todo se reactiva. No se dan cuenta de que hoy los malestares son otros. Y que mañana también cambiarán.
Pero a seis años del estallido, pese a que los enigmas siguen, es fundamental mirar críticamente a quienes tuvieron actuaciones paupérrimas. A quienes validaron la violencia. A intelectuales que dieron sustento analítico para hacerlo. A un sector de la izquierda que creyó —por fin— que podía ser actor de una revolución. A quienes creyeron que el fuego podía purificar.
El 18 de octubre es indistinguible de la Convención. Fue parte —parafraseando a Carlos Granés— del mismo “delirio americano”. Y la suma de ambos terminó mal. Muy mal.
El ojlos se volvió a transformar en demos y hoy pide algo diametralmente opuesto. La señora viendo su plasma saqueado de La Polar exige orden, seguridad y progreso.
Y, tal vez la paradoja mayor, es que a seis años de haber pensado la izquierda que lo tenía todo, puede estar próxima a recibir una de las mayores derrotas electorales y culturales de la historia.
Se ha dicho mucho que es inevitable la pregunta de cuál será la actitud de la izquierda opositora frente a otro gobierno de derecha. Pero más importante que ello es preguntarse cuál será la actitud de la ciudadanía. ¿Primará el trauma o volverá la utopía? Esa es la verdadera pregunta relevante. Porque respecto de la primera no es muy difícil aventurar la respuesta…