Nada me parece menos atractivo que la autovictimización. Una de las razones fundamentales por las cuales nunca he podido adherir al feminismo contemporáneo es porque se basa en la premisa de que las mujeres hemos sido históricamente víctimas de una discriminación deliberada y arbitraria por parte de los hombres para subyugarnos y oprimirnos, impidiendo así nuestra participación igualitaria en el espacio público. Creo, en cambio, que, en lo medular, las mujeres en la historia hemos cumplido un rol esencial, grabado en disposiciones evolutivas, para mantener la supervivencia de la especie. Cuando la expectativa promedio de vida era aproximadamente 30 años y la mortalidad infantil era devastadora, es indudable que las mujeres debían destinar la mayoría de su tiempo a la procreación para asegurar la sobrevida de dos o tres hijos; igualmente, cuando no había sustituto de la leche materna, la mujer era irreemplazable también en el cuidado y protección de los hijos. Más aún, cuando el factor principal de producción era la fuerza física, era inevitable que hubiera división del trabajo y fueran los hombres quienes dominaran el ámbito laboral, sin perjuicio de la permanente contribución de las mujeres a la economía familiar. En suma, mi objeción principal es la creación de un sujeto femenino basado en su victimización. De víctimas oprimidas no nacen mujeres fuertes, autónomas, autovalentes, capaces de enfrentar con entereza las nuevas oportunidades que los desarrollos de la modernidad les han brindado e ineludiblemente lleva al resentimiento contra los hombres.
Ahora bien, hoy enfrentamos una expansión de la cultura de la victimización que va mucho más allá. En su libro, “El auge de la cultura de la victimización”, Campbell y Manning afirman que las sociedades se pueden clasificar por la forma en que asignan el estatus moral. Históricamente el factor discriminatorio podía ser el honor, la reputación, el coraje o los logros. Luego se fundaron regímenes morales basados en una cultura de la dignidad. Hoy, se ha producido una verdadera transformación moral que ha llevado a pensar que el estado de “víctima” es la principal fuente de legitimidad y reconocimiento de superioridad moral, como si solo en ese sufrimiento —real o autopercibido— radicara la virtud. Ya lo anticipaba Nietzsche con “la moral de esclavitud” que según él “glorifica la debilidad y el resentimiento”. En otras palabras, crecientemente el estatus moral de una persona o un grupo depende más de la percepción de abuso y opresión experimentados, que de la igual dignidad intrínseca del ser humano. Las redes sociales, por cierto, son la expresión perfecta de la transformación de los agravios en capital social, reforzadas por la política de identidades en que los individuos son definidos, o se definen a sí mismos, por su género, raza o sexualidad.
Sería injusto no reconocer los avances en la visibilidad de ciertas injusticias que han relevado las inaceptables discriminaciones experimentadas por muchos por razones de raza o identidad sexual. Sin embargo, esta exacerbación de la victimización tiene múltiples consecuencias negativas. El nuevo ideal de sujeto necesitado de reconocimiento emocional transforma a las personas en agentes pasivos, dependientes, ensalza la vulnerabilidad, debilita la responsabilidad personal por los actos propios, tiende a sustituir la autonomía y la emancipación por “una dependencia simbólica en el sufrimiento”, exagera la esfera subjetiva y emocional por sobre la racionalidad y, por lo tanto, lleva a muchos a una autopercepción como emocionalmente frágiles, incapaces de enfrentar y sobreponerse a la adversidad, que requieren incluso en las universidades, y a veces en la propia familia, de “espacios seguros” y protección contra todo desafío o desacuerdo.