El estallido social expuso una fractura profunda entre instituciones, empresas y ciudadanía. En este contexto, es necesario reflexionar sobre el rol social de la empresa. Pensar que este se reduce exclusivamente a maximizar las utilidades ignora que la empresa es protagonista visible del crecimiento, que los poderes públicos y la ciudadanía tienen expectativas respecto de ese rol, y que lo que haga o no haga juega un rol práctico y simbólico clave.
Una adecuada inserción social de la empresa es hoy una necesidad para preservar la cohesión, confianza y estabilidad del país.
Seis años después de octubre de 2019, las tensiones que detonaron el estallido siguen vivas: desigualdad, desconfianza, sensación de abuso y desconexión entre las élites y la ciudadanía. Mientras hay un vacío de liderazgo cívico y la política perdió influencia, pende sobre el sistema la amenaza de la ilegitimidad. En este contexto, la empresa no puede limitarse a “hacer bien sus cosas” ni a cumplir estándares éticos o ambientales que sean su obligación legal. Su responsabilidad es, también, en el mejor y más amplio sentido, política: contribuir desde su ámbito de acción al bien común, a la buena deliberación pública y la reconstrucción del tejido social.
El problema es encontrar el contorno de esa responsabilidad. ¿Hasta dónde es responsable la empresa? ¿Es la existencia de utilidades una buena señal del éxito en esta materia? Sostenemos que no. La existencia de utilidades es condición necesaria, pero no es suficiente.
La empresa no solo produce bienes y genera empleos; configura las condiciones materiales y simbólicas de la convivencia. Económicamente ello ocurre porque cada empresa usa en su proceso productivo bienes públicos tangibles e intangibles. Las innovaciones y las decisiones de inversión influyen en la confianza social, el desarrollo territorial y la percepción de futuro. No reconocer esa dimensión es desconocer el poder —y por lo tanto la responsabilidad— que la empresa tiene sobre la vida colectiva.
Ejercer ese rol político no es militancia partidaria. Se trata de que la empresa identifique cómo su actividad afecta su entorno próximo y mediato, cómo dialoga oportunamente con interlocutores clave y cómo da una visión de país a su actuar. No vemos otra forma de combatir, de manera constructiva, la consolidación de una narrativa antiempresa y antiinversión que no solo amenaza a la empresa, sino la estabilidad democrática y el progreso social.
Cada empresa debe identificar su zona de confort y salir de ella. Una estrategia posible es tener claridad cuando la empresa usa, directa o indirectamente, algún bien público. Usualmente, en estos casos, la competencia lleva a exacerbar su explotación. Puede ser el estrés hídrico en una cuenca hidrográfica, la confianza en el sistema financiero, el aire en una zona industrial o la congestión en una infraestructura, como una carretera o un puerto.
La legitimidad del proceso productivo no se obtiene solo cumpliendo la ley, sino participando en la solución de los problemas colectivos asociados a los bienes públicos que son parte del proceso productivo. Esto puede implicar proyectarse más allá de su zona de influencia operativa directa y construir redes de colaboración con comunidades, municipios y organizaciones civiles. No es filantropía, sino corresponsabilidad en la gestión de los recursos comunes. Si cada empresa ponderara mejor cómo impacta a las comunidades y ecosistemas en los que actúa, las empresas serían más valoradas socialmente.
Algunos llaman a esto la “licencia social”. Esta licencia es de carácter informal, pero no por ello es más débil que una licencia verdadera. El respeto social encarnado en esta “licencia” es, en definitiva, un activo útil y necesario para desarrollarse y crecer en un mundo más interconectado, con stakeholders más informados y exigentes que lo que nos ha tocado vivir hasta ahora.
La promoción de la inversión productiva de largo plazo y del empleo y la defensa de las instituciones que permiten el buen funcionamiento del sistema económico exige un compromiso político y cívico activo.
Seis años después del estallido, Chile necesita empresas que entiendan bien su rol en sociedad. La maximización de la utilidad de corto plazo no es garantía de dicho entendimiento. Chile necesita empresas que escuchen a la sociedad en la cual están insertas, que participen de algunos aspectos selectos de la vida social y cuyo liderazgo contenga un propósito público. No hacerlo sería dejar ese espacio a quienes ven en la empresa el origen de todos los males, cuando en realidad puede y debe ser parte esencial de la solución.
Guillermo Larrain
Académico FEN, Universidad de Chile
Juan Cristóbal Portales
Director académico programa Gestión Estándares ESG, UAI