El próximo lunes es el centenario del nacimiento de Margaret Thatcher. Se merece los homenajes que recibirá. Para algunos, será un ejemplo de líderes de antaño que habrían sido unos colosos comparados con los pigmeos de hoy. Yo más bien creo que el coloso era solo ella, porque también en su época abundaban los pigmeos.
Thatcher llega al poder en la primavera de 1979. El Reino Unido salía de un “invierno del descontento”. Huelgas corrosivas por doquier, montadas por sindicatos monopólicos. Inflación del 15 por ciento, que el gobierno combatía con control de precios. Estancamiento que conducía a que la gente más capaz emigrara. En sus 11 años como Primer Ministro, Thatcher fue revirtiendo la situación. Privatizó, desreguló, redujo impuestos y rompió los monopolios de los sindicatos. El país prosperó.
Lo más notable de Thatcher es el giro que le dio a la noción misma de ser de derecha. Ella se lamentaba de que, a diferencia de la izquierda, la derecha no tenía ideología. Ella le fue forjando una ideología desde lo más profundo de su propia biografía. Hija de Alfred Roberts, un almacenero metodista con una feroz ética del trabajo, aprendió de niña que no se gasta más de lo que se recibe, y que para recibir hay que esforzarse. Aprendió también que es inmoral aspirar a depender del Estado a menos que no haya alternativa. Cabe más bien que en lo posible nos valgamos de nosotros mismos, justamente para que los recursos que no necesitamos vayan en ayuda de los más desafortunados. Porque, ¿si no acumulamos recursos propios, qué nos queda para dar? Alfred Roberts le enseñó lo grato que es esforzarse a adquirir para después regalar. Le enseñó la satisfacción que nos da ser responsables. Y Hayek más tarde le enseñó lo limitado que es el conocimiento que se adquiere desde el Estado, comparado con el que emerge desde las interacciones de ciudadanos libres.
Son cosas obvias, pero tantas veces gobiernos de derecha, que creen en el mercado y el esfuerzo privado, no las explican. Celebran el éxito de sus políticas sin explicar sus razones morales y epistemológicas. A Thatcher le nacía explicar: el sentido de responsabilidad y el esfuerzo eran conceptos que le venían del alma y por eso la gente le creía.
Era muy cercana a Reagan. Los dos contribuyeron al desplome del comunismo soviético. Los dos admiraban la Constitución de Estados Unidos. Por la separación de poderes. Porque nos somete al imperio de la ley. Porque garantiza la libertad individual a condición de que a cambio cada individuo se someta a las leyes.
Thatcher creó una derecha contraria al abuso, al voluntarismo, al golpe de fuerza. No era “libertaria”. Tampoco adularía a un Trump o a un Orban, para qué hablar de un Bukele: nada más aborrecible para ella que aplastar la judicatura, la prensa y los derechos humanos.
En 1994 vino a Chile. La habíamos invitado el CEP en conjunto con la Sofofa. En su discurso a la Sofofa se desmayó, producto de una intoxicación. Esa noche, en una cena del CEP, la reemplazó Denis, su entretenido marido. Empezó su discurso diciendo que se sentía “como Julio César cuando se asomó a la carpa de Cleopatra y le dijo ‘yo no vine para hablar'”.
Felizmente, Thatcher se recuperó rápido. Tuve la suerte de que me sugiriera llamarla cuando fuera a Londres y lo hice muchas veces. Hablábamos de música y de política. Una vez, discutiendo tipos de derecha, le pregunté dónde creía que estaba parado Chirac. “Nunca ha estado parado en ninguna parte”, fue su rápida respuesta. Admiraba a Felipe González. De su querido Gorbachov, me dijo que sufrió por no ser “suficientemente ruso”.
Aborrecía a los dictadores, pero agradecía a Pinochet por las Falkland. Era brutalmente honesta. Una vez la felicité por haber ganado las elecciones de 1983, diciéndoles a los votantes que les iban a tocar sacrificios duros. “Estás equivocado”, me dijo, clavándome sus penetrantes ojos azules. “Las gané por las Falkland”.