Durante décadas Chile vivió bajo una convicción ampliamente compartida: más crecimiento económico, más educación y más clase media nos conducirían ineluctablemente a ser un país desarrollado. El plazo era objeto de disputa —2010, 2015, 2020— y también el referente: ¿Nueva Zelanda, Canadá, España, Portugal? Lo esencial, sin embargo, era el consenso en torno a este sueño chileno. El desencanto no vino de un día para otro. Los primeros sarpullidos llegaron con el malestar que se apalancó en la desaceleración económica y la fatiga del sistema político. La brecha entre expectativas y realidad se volvió ingobernable, con jóvenes inquietos y movilizados al comprobar que los títulos ya no garantizaban empleos mejores que los de sus padres, y una clase media que se descubrió frágil frente a la enfermedad, la vejez y la soledad. En paralelo, se agotó el ciclo internacional que había favorecido a Chile durante los “30 años”. Entonces soplaban otros vientos: el comercio y la democracia se expandían, China crecía a dos dígitos, internet irrumpía, Estados Unidos ejercía de potencia estabilizadora y Europa encarnaba la paz y la integración. Hace ya una década que navegamos con el viento en contra, y nada indica que esto cambie en el corto ni en el mediano plazo. Sebastián Edwards lo sintetizó certeramente: el modelo fue un éxito enorme, pero se agotó. Esto no dio paso a una transición ordenada, sino a una crisis múltiple: manifestaciones y violencia, inseguridad y temor, inmigración desbocada, desconfianza hacia las instituciones, polarización política. A esa convulsión se sumó un segundo golpe: la pandemia, con la cual Chile pasó de la efervescencia irrefrenable a la inmovilidad total.
Todo cambió. El país despertó de su propio relato. La crisis puso en la agenda repensar los fundamentos del sistema. Esto tomó dos cauces inesperados. Por una parte, fabricar una nueva Constitución para apagar la violencia y encauzar el malestar. Por otra, elegir a un joven diputado —Gabriel Boric— con un programa abiertamente inclinado a la izquierda. Se abría así la puerta a una transformación profunda. Para algunos se presentó como el regreso de las utopías; para otros, como una pesadilla apocalíptica. Pero la realidad hizo su silencioso trabajo. El texto maximalista de la primera Convención recibió un rechazo abrumador. Un segundo intento —ahora restaurador— corrió la misma suerte. Y el Gobierno, enfrentado a una economía frágil y a una transversal demanda por seguridad, hizo propia la misión de reencauzar al país hacia el orden, el diálogo y la moderación. La economía se enfrió, pero a cambio se controló la inflación, las cuentas fiscales retomaron una disciplina razonable y brotan tímidas señales de crecimiento. Se restituyó el orden público, la violencia en el sur fue encapsulada, y el Estado se ha reforzado para combatir el crimen y controlar las fronteras. Las instituciones políticas —como lo mostró la reforma de pensiones y otras recientes— volvieron a operar como canales de negociación. No es el regreso a la euforia de los 30 años, pero tampoco la perpetuación del caos.
A las puertas de una nueva elección presidencial, es un buen momento para tomar distancia. El contraste con hace cuatro años es evidente. Según la agencia calificadora Fitch Ratings, Chile vuelve a ser visto como un país estable, con reglas claras e instituciones sólidas, y no se prevén cambios bruscos, cualquiera sea el gobierno. Hay diferencias, como en toda democracia, pero también una coincidencia amplia en torno a una agenda de seguridad, crecimiento y eficiencia del Estado.
En pocos años, Chile pasó del sueño al malestar, del estallido al utopismo, hasta lograr un aterrizaje que confirmó la resiliencia de sus instituciones. Lo que viene no es inventar un nuevo sueño, sino persistir en un enfoque pragmático, con ajustes graduales orientados a atender las urgencias de las personas, a la espera de que los vientos externos vuelvan a soplar a favor.