A veces, cuando no se consigue avanzar en una causa o propósito de forma directa y frontal, explicitando lo que se persigue, algunos persisten en su consecución de forma subrepticia y solapada.
Eso parece estar pasando en Chile con la agenda de decrecimiento, ese movimiento que propone frenar la producción, el crecimiento y el consumo global para alcanzar una sociedad en teoría sostenible. En Chile tuvo su momento en la Convención, impulsada por los eco-constituyentes.
Ha pasado el tiempo desde el fracaso de la Convención y a ratos parece que los esfuerzos por impulsar el decrecimiento —y por instalar un “gobierno ecológico”— quedaron atrás, desplazados por un consenso (transitorio) en torno a la importancia de crecer.
Pero hay muchas señales de que los promotores del decrecimiento, más que haber renunciado a su causa o haberse pasado con entusiasmo a la vereda del desarrollo, hicieron solo un repliegue táctico: guardaron sus banderas en un cajón y bajaron el volumen de sus declaraciones mientras pasa el chaparrón.
Y mientras esperan que el péndulo de la opinión pública vuelva a validar sus posiciones, todo indica que los embajadores del decrecimiento han tomado otro camino: trabar el crecimiento en los hechos. Las herramientas son diversas: interponer demandas legales desde algunas ONG o firmas de “asesoría”, instrumentalizar procesos concebidos para otro fin, como la participación ciudadana o las consultas indígenas, u operar desde el Estado aumentando sin cesar las exigencias a los proyectos.
Es lo que podemos llamar decrecimiento de facto.
Pongamos las cosas en contexto. El decrecimiento no es una ocurrencia pasajera de algunos convencionales chilenos radicalizados. No, en esto no hay que ser ingenuos. Es una agenda global, intelectual, con redes de financiamiento, publicaciones y activistas profesionales, que no tienen ninguna intención de desaparecer. Y aunque hoy se exhiba en Chile con menos estridencia, los impulsores de esta agenda siguen trabajando.
Esta semana, un informe de la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad mostró algunos síntomas de este fenómeno. Tras analizar con inteligencia artificial 1.336 resoluciones de calificación ambiental dictadas entre 2015 y 2024 para proyectos de minería y energía —que concentraron casi 2/3 de la inversión evaluada en el período—, encontró que las obligaciones ambientales exigidas a los proyectos se multiplicaron casi tres veces: pasaron de 90 en promedio en 2015 a 250 en 2024. (Y eso que los resultados son solo para los proyectos que consiguieron una RCA; no incluyen a los que tiraron la toalla en el camino).
El estudio muestra que menos del 60% de las obligaciones ambientales impuestas tiene un sustento normativo explícito. Esto hace muy difícil para las compañías prever las exigencias que deben cumplir y abre un enorme espacio para la discrecionalidad de los funcionarios de turno.
Además, el aumento de las obligaciones ambientales no viene de nueva regulación, sino de aplicar a antojo de las agencias del Estado la normativa que ya existía: de las 146 normas que dieron origen a las 220.000 obligaciones ambientales estudiadas, solo cinco son posteriores a 2015.
Pasar de las declaraciones generales en favor del crecimiento, a las acciones concretas para frenar este decrecimiento de facto, es un desafío mayúsculo que deberá enfrentar el próximo gobierno.
Y ese esfuerzo hay que hacerlo en distintos frentes. Primero, explicar que la inversión y el crecimiento son movilidad social, oportunidades de empleo, recaudación fiscal, políticas sociales. Explicar también que demorar proyectos de minería y energía en nombre del medio ambiente es un despropósito: si queremos reducir emisiones con autos eléctricos y energías renovables, necesitamos más inversión en minería y energía, no menos. Por eso jactarse —como hacen algunos ambientalistas— de su capacidad de demorar proyectos debería ser razón de vergüenza, no de orgullo.
Lo segundo —y el proyecto del Gobierno algo avanzó en este frente—, hay que transformar de raíz la forma en que el Estado otorga permisos: repensar los plazos, los incentivos de los funcionarios, las interacciones entre las reparticiones públicas, el uso de tecnología. Sin ir más lejos, si la CNEP usó IA para estudiar miles de páginas de RCAs y obtener resultados confiables, en plazos breves y a bajo costo, ¿por qué no usamos esa tecnología para que el Estado evalúe los proyectos?
Por último, es esencial evitar las posturas extremas o negacionistas, y construir un consenso amplio en torno a que el crecimiento debe hacerse con cuidado de las comunidades y el medio ambiente.
Ese consenso es importante porque aún tenemos déficits sociales y ambientales serios que resolver. Pero es indispensable también porque ignorar la importancia de las aristas sociales y ambientales de la inversión solo sirve para generar resistencia y deslegitimar el crecimiento. Y eso despeja el camino a quienes están esperando su oportunidad…su oportunidad para mover el péndulo de la opinión pública hacia su agenda de decrecimiento y dejar de empujarla solo de facto.
Juan Carlos Jobet