Una reciente visita a París y su infinita belleza me han incitado a reflexionar sobre la importancia de la cultura occidental, hoy día tantas veces desvalorizada, criticada e incluso repudiada.
Existe una moda que tiende a pensar a Occidente meramente como el resultado de una historia elitista, diseñada por hombres blancos, europeos, heterosexuales, teñida por el colonialismo, la esclavitud y la desigualdad, como si estos fenómenos no fueran igualmente parte integral de muchas otras culturas antes y después. Esto se debe en gran medida a la tendencia a juzgar el pasado por estándares políticos y morales del presente, y a la presunción relativista de que todos los productos culturales son igualmente valiosos. Como consecuencia se ha producido un declive cultural e intelectual, un desprecio por obras de valor eterno, empobreciendo de este modo nuestra visión del mundo, la comprensión de la naturaleza humana y el razonamiento ético, reduciendo así la profundidad y riqueza del sentido de la vida.
Los aportes de la cultura occidental a la historia de la humanidad son inconmensurables, muchos de ellos íntimamente ligados a la cristiandad. El cristianismo es la primera religión en la historia de la humanidad que no es para los héroes y triunfadores, sino que —basado en una concepción de la igual dignidad y el valor intrínseco de cada persona— privilegia a los débiles, pobres, enfermos y desvalidos, y enfatiza la compasión, el perdón y la misericordia. Esto no significa que siempre haya cumplido con estas altas aspiraciones, pero sí han sido los principios orientadores de esta civilización. Más aún —a pesar de los conflictos que muchas veces se produjeron entre ciencia y religión— el cristianismo también tuvo un rol muy activo en la preservación del conocimiento, pues fue en los monasterios y en las catedrales que se guardaron e hicieron accesibles a un público más extenso los manuscritos y textos clásicos, y sus universidades fueron los agentes principales de la investigación y los transmisores de los conocimientos adquiridos. Tampoco es posible ignorar el valor de su producción artística en la arquitectura gótica, la pintura religiosa medioeval y el arte renacentista, como asimismo la contribución al desarrollo que los grandes músicos hicieron, muchas veces inspirados por la fe, y otras simplemente financiados por mecenas cristianos.
Es en Occidente donde se dieron las grandes revoluciones científicas que transformaron profundamente los métodos de conocimiento en astronomía, física, matemáticas, en el estudio de la naturaleza y en la organización social, permitiendo que evolucionáramos desde la mitología a la ciencia basada en la observación y las evidencias, más que en argumentos de autoridad. Ello condujo a avances en la cartografía que permitieron la navegación que unió a mundos diferentes y estimuló el intercambio de bienes entre culturas distintas. Sin estos precedentes no es posible explicar todos los desarrollos posteriores en medicina, tecnología, la innovación permanente, el crecimiento económico por primera vez en la historia de la humanidad, todo lo cual ha ido permitiendo incrementos permanentes en las expectativas de vida y en las condiciones materiales de un número creciente de personas.
A la cultura occidental debemos también la democracia, la libertad y los derechos individuales, el estado de derecho, la emancipación femenina y el pensamiento crítico, entre otros.
Más que todo lo anterior, la cultura occidental es depositaria de un acervo de sabiduría acumulada sobre la naturaleza humana, la ética, la política y la belleza. Y eso se ha adquirido a través del libro, del canon literario de los grandes autores. En suma, no se tiene la misma comprensión del mundo si se conoce o no el canon literario de los grandes clásicos.