Se lee con frecuencia, en este mismo espacio, que hay quienes consideran que uno de los postulantes a la Presidencia de la República debe ser elegido por su capacidad para generar acuerdos. Pero, por otra parte, buena parte del electorado va inclinando sus preferencias por otro de los candidatos, a quien se percibe como persona más dispuesta a tomar decisiones. No hace ninguna falta poner nombres propios: el lector sabe a quiénes nos referimos en una y en otra condición.
Por cierto, tanto la toma de decisiones dentro de las facultades presidenciales como la búsqueda de acuerdos desde el Ejecutivo son comportamientos perfectamente compatibles entre sí dentro de la tarea de gobierno. Más aún, es imprescindible que, en situaciones de normalidad, se equilibren el uno con el otro.
Pero… ¿no resulta evidente que hay momentos en que los acuerdos son el modo más apto para gobernar, mientras que en otros es la fortaleza de las decisiones la que debe imponerse?
¿Qué es un acuerdo? Siempre, por definición, es una transacción. Lo que unos desde acá quieren y lo que otros desde allá buscan, se negocia hasta llegar a un punto relativamente intermedio que no satisface plenamente a ninguna de las dos partes, pero que parece distender un conflicto o lograr un moderado avance, según los casos. En situaciones de cierta normalidad, en las que suele haber algo de equilibrio de fuerzas entre el Ejecutivo y el Congreso, parece que no queda otra opción. Si algo se puede conseguir por esa vía, bienvenido sea. Pero en situaciones de excepción, de extrema urgencia por la gravedad de la crisis, lo más aconsejable parece ser enfocar toda la fuerza del poder presidencial en la toma de decisiones, por la absoluta convicción de que la búsqueda de acuerdos no haría sino prolongar y profundizar la crisis. Eso es lo que se llama un gobierno de emergencia.
A pocos días de un nuevo aniversario de la insurrección violenta de octubre-noviembre de 2019, el dilema entre decisiones y acuerdos se hace muy presente. En esos días, el déficit de decisiones por parte del Presidente de la República se hizo evidente, mientras se compensaba esa pasividad con la promoción de un acuerdo que condujo al país a uno de los momentos más dramáticos de su historia. Pocas veces ha quedado tan en evidencia que cuando hacían falta decisiones, su reemplazo por los acuerdos pudo ser fatal.
Por supuesto, puede argumentarse que en los acuerdos se expresa plenamente la mentalidad democrática, mientras que en la toma de decisiones aparece una cierta tendencia autoritaria. Pero eso no pasa de ser una falacia. El marco constitucional y legal es mucho más proclive a la adjudicación de facultades para la toma de decisiones, mientras que es la práctica política la que con frecuencia se inclina por la política de los acuerdos. Nadie puede ser legítimamente acusado de autoritario porque ejerza todas y cada una de las atribuciones de su cargo; y siempre existe la posibilidad de que pueda acusarse de negligencia a quien tema usar sus facultades, y busque en los acuerdos un clima de protección que permita compartir responsabilidades con la oposición.
Porque esta es la gran cuestión que se planteará en el próximo gobierno: gobernar a través de decisiones o transar mediante acuerdos para evitar conflictos.
Por supuesto, Artés y su primera línea no van a distinguir un comportamiento de otro. Pero la ciudadanía sí. Si elige a quien busca por sobre todo los acuerdos, tendrá que conformarse con un modo consensuado de enfrentar la insurrección. Si opta por una toma enérgica de decisiones, podrá confiar en los resultados del mandato que le habrá entregado al nuevo Presidente.