El discurso político no persigue la verdad sino el poder. En esto se distingue del discurso de la ciencia, de la filosofía y —lo pienso yo y otros más sabios que yo— también del de la literatura y de las artes en general.
Me pregunto si debemos exigirle a la política que en su búsqueda de obtener, retener o ampliar el poder sobre el Estado y la sociedad también se atenga a la verdad.
Un filósofo insistió en que hay dos formas de entender la verdad, ambas con una tradición importante en la historia del pensamiento.
La primera la define como la adecuación del intelecto a la realidad, del juicio o discurso a la cosa objeto de ese discurso. Si digo que la delincuencia en Chile es la misma que hace diez años, hago una afirmación falsa, porque falla esa adecuación.
Si un político emite declaraciones que no se compadecen con la realidad, dice una mentira y puede convertirse, si se repite, en mentiroso porque “no hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto: no se cosechan higos de los espinos, ni se recogen uvas de las zarzas. El hombre bueno dice cosas buenas porque el bien está en su corazón, y el hombre malo dice cosas malas porque el mal está en su corazón. Pues de lo que abunda en su corazón habla su boca”.
La segunda forma de verdad es la que establece la consistencia de la cosa consigo misma, es decir, que tal como la cosa es, existe. El ejemplo clásico de esta verdad esencial es la distinción entre el oro falso y el oro verdadero. Solo en este último lo que aparece como tal corresponde con lo que consiste.
Si un político dice que es un demócrata pero en realidad no lo es, incurre en una mentira esencial porque aparenta ser algo que no consiste con lo que en verdad es. La democracia (al igual que la autocracia o tiranía) consiste en algo, como el oro verdadero, y, por lo mismo, también existe una democracia falsa, pura apariencia. La historia del siglo XX, con distintos nombres, conoce muchos ejemplos trágicos de falsas democracias. También proliferan en este siglo.
La política debe edificarse sobre la verdad en ambas formas, pero parece tener una cierta complicidad con la primera. Esa complicidad usual permite al ciudadano estar en guardia y mantener una sana suspicacia.
La segunda forma de atentar contra la verdad, que es la novedad en la política actual, se infiltra solapadamente y constituye una forma nueva de engaño. Es un deber ético principal ser en realidad lo que se aparece ser.