En una columna de Pablo Ortúzar, publicada en el diario La Tercera el domingo pasado, y con el título “Chile, país lector”, el antropólogo e investigador del IES afirma que “si Chile quiere recuperar el impulso y la ruta, necesitamos una reforma”. Pero la reforma de la que habla Ortúzar no es cualquiera: la clase política parece haberse enamorado de las reformas, y de reforma en reforma nos hemos ido. En medio del atolondramiento y falta de espesor reflexivo en que se da la conversación política, muchas de esas reformas han sido mal pensadas, hasta mal redactadas a veces, o mal implementadas. Podríamos hablar del síndrome del “espejismo de las reformas” que hemos padecido como país. Ortúzar no está proponiendo una reforma más de esas, para salir del “marasmo” en que según él nos encontramos (decadencia dicen algunos; catástrofe sería exagerar). Pero este era el país que pocas décadas atrás tenía asegurado el salto al desarrollo. Para dar el salto que necesitamos, Ortúzar propone lo que él denomina una “reforma del carácter, no una reforma política”.
¿De carácter? Sí. Leyeron bien. No una reforma o leyes de seguridad y de crecimiento económico más, como están proponiendo todos los candidatos. Por eso es interesante lo que propone, porque se sale de la conversación monocorde y sin grandes horizontes en la que estamos empantanados. Eso es parte del marasmo: la falta de ideas, la falta de políticos con visión, la falta de grandes desafíos que son los que movilizan a los países y los hacen dar el salto del desarrollo. Ortúzar, con su propuesta, nos invita a jugar fuera de la cancha chica en la que la izquierda y la derecha están peleando en un partido de tercera división (que me perdonen esta comparación los dignos y sacrificados clubes del campeonato de tercera división). Cito a Ortúzar: “El corazón de esa reforma deben ser los libros: los protestantes europeos, los judíos y los seguidores de Confucio tienen devoción por la palabra escrita (...) El desafío de los próximos cien años debiera ser erradicar el analfabetismo funcional de nuestro país y triplicar nuestro promedio de lectura anual, que es hoy de menos de 6 libros” (creo que con esta cifra, Ortúzar es optimista). Y remata: “volvernos una nación lectora, la capital mundial del libro. Disciplinarnos y movilizarnos en torno a este ideal, que no tiene color político, podría entregarnos la fuerza para recuperar, por añadidura, la capacidad de trabajar y crecer”.
Propuesta delirante, dirán algunos; brillante, afirmo yo. Si yo fuera candidato, ficharía inmediatamente a Ortúzar como ministro de Educación. Nos faltan ministros de Educación, Presidentes que sean capaces de proponerle al país sueños ambiciosos como esos. Sin objetivos así, seguiremos marcando el paso, creyendo que Chile dará el salto solo invirtiendo en más drones y fosas en la frontera y que bastará para crecer solo con destrabar la kafkiana permisología que nos aflige. El desarrollo necesita crecimiento económico, pero no es solo eso. ¿Cómo dieron el salto Singapur o Finlandia? Con visiones compartidas como esta. ¿Por qué ser una nación lectora? Porque un nuevo analfabetismo 2.0 nos está convirtiendo en un país con miles de titulados universitarios que no saben leer ni pensar. La propuesta de Ortúzar me trae a la memoria el “Gobernar es educar” de Pedro Aguirre Cerda y a Andrés Bello, el ilustre padre de la patria que pensaba que el orden empieza en el lenguaje y la gramática. ¿Cómo pretendemos entrar a la Sociedad del Conocimiento si nos estamos estupidizando con el mal uso de los dispositivos digitales (adultos y jóvenes) y carecemos de una “paideia” que vertebre la cultura con la educación y la política? ¿Sería mucho pedir que los candidatos a la Presidencia dejen atrás la “chimuchina” y los ofertones populistas, y nos inviten a pensar en grande, a soñar, a leer, es decir, a ser? ¿A ser país y no solo paisaje?