Justo el día 18, cuando el país celebraba sus 215 años de vida independiente, el Financial Times publicó un reportaje que debería ser tema de debate obligatorio en la campaña presidencial. Chile sufre una de las caídas de natalidad más rápidas del mundo. Con una tasa de fecundidad de 1,03 hijos por mujer en 2024, estamos por debajo de Japón y muy lejos del 2,1 necesario para mantener la población.
En solo una década, la fecundidad se desplomó un 42%, un ritmo que superó con creces a países más ricos que tardaron generaciones en alcanzar cifras similares. No es raro, entonces, que mientras el número de vasectomías aumentó en casi 900% desde 2013, algunos hospitales ya hayan cerrado maternidades.
La explicación de este fenómeno no es un misterio. Antes, tener hijos era una forma de asegurar la protección en la vejez; hoy es percibido como un riesgo simplemente inabordable. La inestabilidad laboral, el alto costo de la educación y del cuidado, y las pensiones deficientes que obligan a cuidar a padres y abuelos, forman un cóctel explosivo.
Aunque cuenta con un poderoso movimiento feminista y mejores indicadores de igualdad de género que la mayoría de América Latina, en Chile se sigue castigando a la madre trabajadora y descargando sobre ella el grueso de las tareas de cuidado. Las mujeres, de hecho, dedican más del doble de horas que los hombres al trabajo no remunerado.
A esto se suma la postergación del matrimonio y la fragilidad de las uniones ante la primacía de los proyectos individuales, que vuelven más inciertas las trayectorias familiares. Como relataba una entrevistada por el FT: “He descubierto oportunidades para crecer personalmente y ser independiente. La maternidad empieza a parecer algo que arrasaría con todo”.
El deseo de tener hijos se estrella contra una realidad que no lo facilita. Los servicios públicos son deficientes, la posibilidad de tener casa propia está entre las más bajas de la OCDE para los treintañeros y el costo de la vida es altísimo. De hecho —según reporta el FT—, el 64% de los chilenos tiene problemas para llegar a fin de mes, la segunda cifra más alta entre 40 países.
Una encuesta de la Universidad Católica en 2024 revela que una quinta parte de los jóvenes de 16 a 34 años no piensa ser padre o madre, mientras los embarazos adolescentes cayeron más de 80% desde 1992. En el corto plazo, solo la migración, sobre todo desde Venezuela, ha sostenido los nacimientos. En 2022, casi uno de cada cinco bebés nació de madre extranjera. Pero esto no es sostenible, pues es sabido que los migrantes tienden a adoptar los patrones de fecundidad del país receptor.
Las consecuencias de esta transformación son profundas. Con menos nacimientos, el envejecimiento se acelera, el mercado laboral se contrae, el crecimiento económico se enfría y la presión fiscal se intensifica. La caída de la natalidad amenaza con convertirse en la mayor amenaza del modelo de desarrollo chileno. Según la OCDE, si no hay un cambio de tendencia, Chile tendrá la mayor caída del PIB per cápita en los próximos 25 años.
Este no es un problema moral o individual, sino el reflejo de un país que modernizó su economía sin acompañar los cambios con las instituciones y políticas de cuidado necesarias. No bastan los subsidios esporádicos ni las apelaciones a los “valores familiares”. Se requieren políticas de nueva generación: conciliación real entre trabajo y crianza, seguridad económica y servicios públicos de calidad, y una narrativa cultural que le devuelva sentido a la experiencia de criar.
La discusión presidencial gira en torno a la delincuencia, la inmigración y el estancamiento económico. Pero el mayor peligro de todos, el de la bomba demográfica, apenas asoma en el debate.
Chile se agota. Y si no reaccionamos ahora, los futuros aniversarios de la independencia no serán una fiesta: serán la conmemoración de un país en extinción.